Una historia increible I

Nota del autorCuando un compañero de trabajo te confiesa (y suplica) que le gustaría que lo usaras como personaje para un relato siempre tienes dudas sobre si finalmente acabara por molestarle algo de lo que  puedas llegar a escribir. “Tienes carta blanca, tío” me llegó a decir. E hice uso de ella…

 

Este cuento  está dedicado a Fernando Refoyo (fiel  lector,  compañero y amigo)

 

El protagonista de la  historia que nos ocupa hoy pensó que había encontrado el paraíso tras  sufrir el accidente en la carretera. Jamás había sido tan dichoso y feliz y se dejó  llevar  a la habitación  ilusionado, entusiasmado, creyendo que pasaría la noche más extraordinaria e inolvidable de su vida y de algún modo así iba a ser… pero no del modo que  se había imaginado  en un primer momento.

 

Maldijo entre dientes cuando el coche saltó sobre algo que había en mitad de  la carretera y que a causa de la poca visibilidad le había pasado inadvertido. Después oyó el fuerte sonido que indicaba que uno de los neumáticos había reventado y se vio en la obligación de dar varios volantazos para evitar que el coche volcara tras las fuertes  y violentas sacudidas. Se golpeó hombros, piernas, cabeza y brazos y apretó  la mandíbula malhumorado.

 

En medio de un paraje desolador, rodeado de una impenetrable niebla, aún con las manos en el volante, nuestro protagonista tenía los ojos tan abiertos como huevos fritos y miraba hacia delante, mientras respiraba profundamente y murmuraba para sus adentros algo parecido a “por poco tío, te has librado por poco”.

 

Antes de bajar del coche se fumó un cigarrillo que le supo a gloria, después comprobó que eran las dos ruedas delanteras las que se habían reventado y  arrojó varios improperios a través de su boca. Golpeó la carrocería con los puños y le propinó varias patadas hasta que finalmente se convenció de que no solamente no servía de nada sino que incluso estaba haciendo el ridículo. Entonces miró a su alrededor y se estremeció.

 

Estaba en mitad de un camino solitario, donde la niebla se agitaba a ambos  lados con una extrema sensualidad, arrastrándose a la altura del suelo, como enormes gusanos amenazantes. Altos y férreos árboles se alzaban junto al  camino y tras la bruma su apariencia adquiría un aspecto fantasmal. Nuestro amigo pensó que  en cualquier momento sus ramas se agacharían para alcanzarlo, convertidas en garras monstruosas. Incluso creyó escuchar el aullido de lejanos lobos. Pensó en encerrarse en el interior del coche, considerando que era la mejor opción para escapar de sus temores y allí se encontraba, temblando  más de miedo que de frío, con el brazo sacado por la ventanilla.

 

Encendió otro cigarrillo y mientras fumaba observando la niebla ingrata que envolvía la oscuridad, oyó de nuevo el aullido de los lobos. Esta vez habían sonado mucho más cerca. Subió la ventanilla y aguardó en silencio, deseando no perder los detalles de la escena para contársela en su momento  a un buen amigo  que solía escribir historias terroríficas: “Seguro que el capullo haría algo guapo con todo esto” llegó a pensar.

 

Perdió la tranquilidad cuando consideró que el sonido de los aullidos, ahora parecían coyotes hambrientos,  estaba demasiado cerca. Con su tranquilidad se marchó la calma, al cansarse de esperar a cualquier otro estúpido conductor que se hubiera perdido, al igual que  él, en tan inhóspito paraje. Clavó su cabeza en los cristales frontales y escrutó el exterior, esperando ver aparecer en cualquier momento los ojos agresivos de una manada de lobos de sucio pelaje gris. Y entonces, mientras examinaba las inmediaciones con sus ojos abiertos de par en par, descubrió las luces más allá de la niebla, oculta entre los árboles. Como si todo aquello formara parte de un simple cuento de terror, al prestar nuestro amigo un desmedido interés hacia el punto donde había visto las luces, la niebla dejó de arrastrarse por el suelo y se abrió frente a él, como las aguas ante Moisés, y un viejo y lúgubre caserón  se presentó a pocas decenas de metros de sus narices, tal cual manifestación espectral.

 

La primera impresión de nuestro amigo fue gritar a pleno pulmón “¡Estoy salvado!” para seguidamente tragar saliva y sopesar seriamente si sería buena opción salir del coche y caminar hacia la edificación.  El aullido de los lobos y la presencia de vagas siluetas ocultas entre la niebla que se agitaban como fantasmas siniestros, lo convencieron parar abrir la portezuela y correr con el rabo entre las piernas, huyendo de la jauría, los espectros y cualquier peligro que lo acechara. Jamás en la vida había corrido tanto y aceleró el paso cuando sintió el jadeo de bocas hambrientas pegado a su culo hasta que comprendió que se trataba de su propia respiración, que se quejaba agitada.

 

Cuando  se encontró frente al viejo edificio frunció el ceño y pensó que quizá no había sido tan buena idea abandonar el coche. Pero ya era tarde para regresar, sobre todo si los lobos, a los que sentía observándolo con  rabia precisa, se encontraban ya cerca del camino.

 

Y es que el edificio no era demasiado tranquilizador. Nuestro amigo palideció nada más contemplarlo a tan pocos metros de distancia. 

La fachada, gris y sucia a causa de los azotes causados por el tiempo, dejaban paso a la imponente casona de varias plantas, con sus grandes ventanales abiertos de par en par, como si le invitaran  a entrar. Viejas cortinas blancas se agitaban empujadas por el viento y un enigmático torreón presidía la casona. Supo en ese momento que aquél lugar ocultaba algo desagradable y si bien no pensó en darse media vuelta y regresar a su coche, ahora sí escuchaba el jadeo de los lobos pero no lograba distinguirlos tras la niebla salvo pequeños movimientos que avivaban su imaginación. Varias siluetas aparecieron en los numerosos ventanales del deplorable edificio; nuestro amigo deseó estar a millones de kilómetros de distancia al sentirse observado por infinidad de figuras envueltas en lúgubres sombras. Se quedó helado, contemplando las presencias de apariencia humana  que lo miraban desde la casa y sintió un escalofrío cuando la puerta principal, negra y enorme, se abrió, chirriando como lo haría el viejo caserón en una buena película de terror. “Tierra, trágame” dijo para sus adentros pero la tierra no lo tragó, al contrario, parecía moverse bajo sus pies para empujarlo hacia la casa.

 

Nuestro amigo tuvo dudas, hasta que éstas se disiparon de un plumazo cuando tres figuras femeninas, completamente desnudas, aparecieron bajo el umbral de  la puerta y se acercaron en su dirección, con amplias sonrisas cubriendo sus rostros. 

 

Tres hermosas mujeres, como nunca antes había visto, caminaban hacia él. Sus amplias cabelleras negras se movían al viento, como estrellas de rock durante el concierto del siglo, y sus grandes y turgentes pechos danzaban con los pezones erectos, parecidos a  dagas ceremoniales, apuntando directamente hacia él. Nuestro amigo (y sabemos que lo hizo puesto que lo conocemos bien) bajó  la mirada para centrarla en el pubis de las tres féminas y pronto se olvidó de la niebla, los lobos, las sombras siniestras, el pinchazo del coche, el paraje solitario y desolador, las siluetas que persistían en las ventanas, observándole, y lo macabro que parecía el viejo caserón a horas tan intempestivas. Nada de eso importaba. Ya no.

 

Las tres bellas mujeres no hablaron. De haberlo hecho, el protagonista de este cuento no habría entendido nada en absoluto de lo que le hubieran comunicado porque sus sentidos estaban completamente atrofiados por el deseo sexual que aquellas llamativas y hermosas damas habían despertado en él. Sus más primarios instintos  afloraron al exterior a modo  de bulto en el pantalón y sonrisa bobalicona.

 

Lo agarraron con sus suaves manos, por cierto, frías como la muerte, y tiraron de él. Una de ellas, de grandes ojos celestes, acercó su marmóreo rostro al de nuestro amigo y abrió la boca para dejar al descubierto una hilera de dientes tan blancos como la harina. Y de entre ellos surgió una lengua que le lamió parte de la cara para después introducirse en su boca. Nuestro amigo se dejo besar, se dejó tocar y se dejó llevar. En aquellos momentos, mientras era conducido al interior del caserón  (voluntariamente, como se ha escrito,  ya podéis imaginar), el protagonista de la historia lamentó tener una sola boca y dos únicas manos pero no perdió la oportunidad para apretar con sus dedos los pechos de aquellas mujeres y morder lo que le ponían por delante. Cuando una de las manos de las féminas agarró su miembro activo, nuestro amigo cerró los ojos para susurrar con voz temblorosa: “Esto es una maravilla”.

 

Apenas advirtió que la pesada puerta principal se cerraba una vez había traspasado el umbral y siguió lanzando mordiscos y manoseando a las tres mujeres. Agarró uno de los culos y lo estrujó con fuerza. Escuchó el gritito divertido de la mujer, que le mordió el cuello con una pizca de agresividad. Nuestro amigo encontró aquella situación gloriosa, un sueño cumplido, un hecho para recordar, un episodio que contar a sus amigos… nadie le iba a creer. Ni el mismo podía hacerlo. Se le pasó por la cabeza la posibilidad de que estuviera aún sentado en el coche, con las manos sobre la funda del volante en vez de acariciando tan respingones culitos  y rezó para que, si fuera así, no despertar jamás. Las risitas de las mujeres; el brillo enigmático de sus ojos de pupilas dilatadas; sus pequeños y simpáticos mordiscos; el contacto de sus labios helados; el roce de sus largas uñas recorriendo su cuerpo desnudo (ni siquiera se había dado cuenta de cuándo le habían quitado la ropa) le convencieron de que todo aquello era completamente real.

 

Agarrado de los brazos, las tres mujeres lo condujeron por las escaleras que llevaban a las plantas superiores. Nuestro amigo observó que había más personas dentro de la casa. Pasó junto al lado de varias de ellas, muchas se encontraban frente a los ventanales, mirando hacia el exterior. Todas eran mujeres. Mujeres desnudas, sublimes, diosas celestiales, criaturas maravillosas, prohibidas, las siempre deseadas y nunca encontradas modelos de revistas de prestigio.

 

Se dejó arrastrar hasta que lo llevaron a una habitación y lo lanzaron hacia la cama. Botó sobre el colchón y se dio la vuelta para encararse con las tres mujeres, que lo observaron en silencio, manteniendo sus rostros alegres fijos en él, con sus sonrisas complacientes, sus dientes blancos, sus lenguas viperinas… Y comenzaron a danzar, como culebras en el húmedo bosque. Y bailaron para él, como concubinas en un harén. 

 

-“Esto es la reostia”.-podemos imaginar que nuestro amigo masculló pero nadie podría haber puesto la mano en el fuego para asegurar que fueron éstas y no otras las palabras que pronunció en aquellos momentos.

 

¿Hemos dicho fuego? Precisamente esa palabra fue la que nuestro protagonista escuchó una y otra vez, como si alguien la estuviera repitiendo a pleno pulmón, semejante a un grito único  procedente de las mismísimas entrañas del infierno.

 

-¡Fuego! ¡Fuego!

-¡Fuego! ¡Fuego!

-¡Fuego! ¡Fuego!

-¡Fuego! ¡Fuego!

-¡Fuego! ¡Fuego!

-¡Fuego! ¡Fuego!

-¡Fuego! ¡Fuego!

-¡Fuego! ¡Fuego!

 

Las tres mujeres cambiaron la expresión de sus rostros, preocupadas, asustadas, y miraron alrededor. Agitaron sus cuerpos como si de animales se tratasen y desaparecieron por la puerta a una velocidad vertiginosa.

 

-¡Oye! ¿Dónde coño vais?

 

-¡Fuego! ¡Fuego!

-¡Fuego! ¡Fuego!

-¡Fuego! ¡Fuego!

-¡Fuego! ¡Fuego!

-¡Fuego! ¡Fuego!

 

Nuestro amigo oyó ruidos de cristales rotos, gritos horrendos y rugidos monstruosos. Algo estaba pasando en la casa, especialmente en la planta baja. Se le erizó el cabello tras escuchar alaridos femeninos, estridentes y horribles. Se oían cosas espeluznantes.

 

Se asomó por la ventana. Fue el instinto más que la curiosidad y se quedó petrificado ante la escena que había junto a la casa. Varios hombres, cubiertos por  armaduras y montados en caballos, tenían rodeada la vieja casa. Parecían férreos guardianes formando un círculo preciso. Otros tantos hombres corrían hacia la casa fuertemente armados, con hachas y espadas enarboladas al viento, mientras mujeres desnudas salían del caserón  y se enzarzaban en una brutal batalla. Los cuerpos desnudos de las féminas brillaban en la oscuridad, con una tonalidad azulada  y sus bocas eran grandes y deformes. Saltaban como felinos y utilizaban sus afilados dientes para morder a los hombres mientras procuraban destrozarlos con sus manos, ahora convertidas en garras de aspecto demoníaco. Sin embargo, los hombres iban bien armados, protegidos. Los mordiscos se encontraban el acero de las armaduras y muchos dientes se partían, causando un estrépito que ponía los pelos de punta.   Numerosas flechas salieron de entre la oscuridad  del bosque y cayeron sobre las mujeres, como lluvia furiosa bajo la tormenta. Las saetas se clavaron en sus brazos, en las piernas, incluso en sus cabezas. Caían al suelo y se levantaban, ahora más lentas. Lanzaban más que alaridos berridos de animales heridos.

 

Varios hombres sorteaban la presencia de las mujeres, que aparecían repentinamente, ejerciendo una velocidad sobrecogedora e inquietante. Algunas de ellas lograron destrozar los cuerpos de varios  de aquellos misteriosos guerreros, reventándoles las  tripas con sus propias manos. Las espadas de los hombres cayeron sobre las mujeres. Alguna de ellas perdió la cabeza, que voló por los aires como un globo cargado de agua. Otras sintieron el impacto del acero atravesando sus pechos y sus rotas gargantas bramaron a causa de  un abominable dolor.

 

Y mientras tanto, la casa ardía a causa de las antorchas que varios hombres habían lanzado hacia las ventanas. Muy pronto las viejas cortinas se prendieron en llamas y la  madera de la vetusta  casona fue violada por el fuego que esgrimía   una rabia inusitada.

 

Nuestro amigo no daba crédito a lo que estaba viendo y se cubrió el rostro con las manos, como si de un niño asustado se tratara. Se agazapó en la cama mientras escuchaba los bramidos de los guerreros furiosos y el choque de las espadas mientras las mujeres gritaban con unos alaridos que taladraron los oídos del protagonista de este cuento. Entonces le llegó el sonido del fuego muy cerca de la habitación y el olor del humo. Sabía que no podía quedarse allí por más tiempo  o moriría. Salir al exterior tampoco era una sensata. opción.

 

Finalmente decidió abandonar  la habitación. Nada más abrir la puerta vio el cuerpo de una mujer ardiendo frente a él. Ya no se agitaba, ni siquiera gritaba pero su cuerpo se redujo a cenizas en cuestión de segundos. Otra mujer, también envuelta en llamas, corrió por el pasillo acompañado de un berrido horripilante, hasta que se vio obligada a saltar por una de las ventanas y se precipitó al vacío.

 

¿Qué demonios era todo aquello?

 

Desnudo completamente, caminando a hurtadillas y ya con el miembro flácido, esquivó los cuerpos de las mujeres convertidas  en cenizas que había esparcidas por el suelo.  Alejándose del fuego se le ocurrió aproximarse a una de las ventanas para comprobar si podía tirarse por alguna y escapar del peligro. Cuando encontró una que le pareció perfecta  descubrió que la lucha seguía produciéndose allí abajo. 

 

Tirados en el suelo había cuerpos destrozados de varios hombres mientras las flechas seguían cayendo, procedentes  de las nubes. También había mujeres, aunque a medida que iban muriendo sus cuerpos se encogían hasta deformarse por completo y reducirse primero a huesos y después a simples cenizas que el viento se encargaba de esparcir por los alrededores.

 

El sonido del fuego consumiendo la vieja casa; el llanto de la madera al ser devorada por las llamas; los alaridos tremebundos de unas mujeres convertidas en monstruos; la presencia de los misteriosos guerreros… obligaron a nuestro amigo a saltar. Y lo hizo cayendo sobre unos altos matorrales que amortiguaron el golpe. Apenas unas laceraciones en los brazos y las piernas, nada importante aunque en circunstancias normales se habría quejado más de lo debido.

 

Permaneció inmóvil, deseando que toda aquella pesadilla pasara lo antes posible. Le hubiera gustado despertarse en el coche, escuchando el aullido de los lobos, contemplando la niebla, esperando la llegada de un buen samaritano…

 

No pasó desapercibido durante mucho tiempo porque una mujer lo agarró del cuello y le levantó tres palmos del suelo con la fuerza de un solo brazo. Nuestro amigo lanzó un grito de terror. La mujer… era de todo menos una mujer. Su pelo ardía y su rostro desfigurado por una maldad demoníaca mostraba una boca de dientes grandes y monstruosos. Su piel… su piel era horrible, arrugada como una pasa, azulada, repleta de venas negras que recorrían su cuerpo como babosas dejando su rastro  y sus ojos… sus ojos eran simples focos tan brillantes como la luz del sol. Y abrió la boca. Con intención de matarlo. Con intención de devorarlo…

 

…hasta que una flecha que surgió de la espesura se clavó en mitad de su cabeza  atravesando su frente y la mujer cayó al suelo, aún agitándose tras escupir un bramido diabólico.  Entonces, uno de los hombres envuelto en una pesada armadura y con el rostro cubierto por un yelmo de siniestro aspecto se acercó lentamente para levantar una pesada espada con una de sus manos. Descargó el primer golpe en el cuerpo de la mujer. Le atravesó el pecho. A la altura del corazón. La mujer quedó tendida en el suelo, inmóvil, con sus manos agarrotadas sobre la hoja de acero y una expresión de infinito dolor en su rostro. Después, el hombre sacó la espada del cuerpo con un movimiento brusco y la mujer se incorporó presta para la lucha, pero el hombre movió el arma  en el aire y cortó de un solo golpe la cabeza del engendro, que cayó al suelo ante los atónitos ojos de nuestro amigo que, sorprendido, comprobó cómo aquella cosa seguía agitándose en el suelo hasta que su cuerpo se pudrió al ritmo de una velocidad aplastante y se redujo a una simple mancha de polvo gris que el viento dispersó con la misma habilidad que una escoba barre la basura.

 

Ante la presencia del imponente guerrero, mientras escuchaba los horrendos alaridos de las mujeres que trataban de huir de la masacre y la casa se consumía por las llamas, nuestro amigo, temblando de miedo, se orinó encima y suplicó piedad. En ese momento, y no en otro, el hombre dio un paso al frente y con una de sus manos se golpeó el yelmo que se abrió tras un sonido metálico y dejó al descubierto su rostro.

 

El grito que el protagonista de esta historia profirió perdurará en aquél paraje durante siglos; retrocedió asustado, hasta el punto que cayó de espaldas, con el alma espantada y el rostro cubierto de sudor.

 

No podía apartar la vista de… aquella cosa. No era un hombre normal. Probablemente ni siquiera se trataba de un hombre.

 

Varios guerreros se acercaron lentamente, con sus yelmos  levantados y los rostros al descubierto. Ya no se escuchaba el fragor de la batalla ni los horripilantes gritos de las mujeres, con toda probabilidad  habían muerto todas, como así estaba escrito.

 

Aturdido, observó a todos aquellos guerreros, de rostros inquietantes, maléficos y sintió un miedo atroz, un miedo terrible que le consumía las entrañas. Quería morir. Necesitaba no estar allí…

 

-¿Qué tenemos aquí?.-bramó una de aquellas criaturas.

 

Uno de los guerreros caminó hacia él algo encorvado y lo examinó durante unos instantes. Pegó su rostro al de nuestro amigo y lo olisqueó, después echó a su espalda el hacha que llevaba en la mano y con su mano enfundada en un guante negro lo agarró de los cabellos y lo alzó a la vista de todos.

 

-¡Un humano!.-exclamó y el resto de sus compañeros elevó los brazos, muchos de ellos aún armados, y vitorearon las palabras del guerrero en un lenguaje que nuestro protagonista  desconocía por completo.

 

Aún así, y sin hacer uso de una inteligencia que en estos momentos no era necesaria, nuestro amigo comprendía que aquello no pintaba del todo   bien. Con estos pensamientos, contempló aterrado a los bravos guerreros que lo observaban a través de sus ojos oscuros. Se acercaron a él moviendo continuamente los horribles hocicos de sus rostros simiescos al tiempo que abrían sus fauces para que las blancas dentaduras quedaran al descubierto.

 

Trató de correr pero cayó al suelo y gritó como una nenaza. Un buen número de manos peludas lo agarraron y lo lanzaron a varios metros de distancia. Gritó y gateó como un bebé por la hierba, huyendo de los simios armados…

 

…y entonces algo le golpeó en la cabeza y su conciencia viajó hacia la penumbra, donde ni las estrellas ni la luna tenían razón de ser.

 

 

 

 
 
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