Orgullosa de mi familia

Nunca nos hizo gracia irrumpir en una casa que no nos pertenecía, perturbando la paz de sus inquilinos, asustándolos incluso. Y comprendemos que los dueños de esta vivienda hayan hecho lo imposible para echarnos de aquí. Creedme, si hubiéramos tenido otra alternativa no habríamos entrado aquí pero no había ninguna opción, no se nos presentaron otras oportunidades y todo se reduce a una simple cuestión de supervivencia.

 

Lo han intentado de todas las maneras posibles y no han logrado librarse de ninguno de los miembros de mi familia. Duele que  nos hayan tratado como a seres miserables y repugnantes, como si no tuviéramos también el derecho a exigir una casa digna, a dormitar bajo techo  y la vida, la puta vida, no nos ha dejado otra alternativa que la de invadir el espacio de esas personas que ahora nos gritan, patalean y tratan de agredirnos cuando detectan nuestra presencia.

 

No estaríamos aquí dentro si  la casa hubiera estado ocupada. Estaba libre. Un hogar desperdiciado. Si entramos aquí es porque no vivía nadie, absolutamente nadie y sí, nos adueñamos del lugar. Naturalmente que está mal pero yo también me veo en la obligación de buscar la manera de dar cobijo a mi familia. No puedo permitir que deambulen de un lado a otro en la calle, pasando frío, ocultándose de la lluvia y evitando el agrio temporal. Aquí, al menos, vivimos bajo un techo seguro.

 

No tenemos luz y eso no nos importa. Hace frío, pero es más soportable que el del exterior. Nos agrupamos y dormimos cerca, rodándonos, dándonos calor. Y sin embargo, no gozamos de la tranquilidad necesaria porque cuando al cabo de varias semanas considerábamos que este era nuestro hogar, nuestro nuevo y definitivo hogar, sus dueños llegaron para echar un vistazo y nos vieron aquí dentro. Sus rostros se llenaron de espanto y horror al detectar nuestra presencia y gritaron aterrorizados al descubrir que habíamos violado su intimidad. Se fueron cerrando la puerta violentamente, asustados. Nada nos dijeron. Simplemente temblaron sorprendidos. Les dimos miedo. Y pensé que no volverían más, que se habían dado por vencidos. Pero me equivoqué. Era demasiado bonito pensar que de algún modo habían renunciado a su hogar, un hogar que desde el primer momento en el que entramos supimos que no nos pertenecía.

 

Y esta vez no vinieron solos. Los dueños de la casa estaban acompañados de un hombre extraño, un hombre que nos dio un miedo atroz y que  sólo asomó su rostro por la ventana para  observarnos con detenimiento, como si estuviera en un zoo y nosotros fuéramos  leones encerrados en pequeñas y sucias  jaulas. Lo miramos y nuestros ojos se cruzaron. Sentí pavor, un miedo visceral como jamás había sentido y en aquél momento me preocupé por la suerte de mi familia. Me acobardé y huí de la vista de aquél misterioso hombre. Se marchó también. Escuché cómo se alejaba de la casa junto a los dueños y me apresuré por llegar a la ventana, la misma por la que segundos antes el hombre nos había estado observando; los vi marcharse. Se me heló la sangre al descubrir que mientras los dueños de la casa se metían en un coche, el hombre lo hacía en una furgoneta blanca con un logotipo en el lateral que primero me hizo estremecer y luego temer por la vida de mi familia.

 

Lo más aterrador fue advertir que los propietarios de la vivienda que habíamos ocupado le entregaban las llaves de la casa a ese aterrador hombre, que ocultaba su cabeza bajo una gorra azul que llevaba el mismo dibujo horrible que viera en el cuerpo de la furgoneta.

Después de cerciorarme de que se habían marchado supuse que era una mera cuestión de tiempo que nos sacaran de la casa. Y lo harían por la fuerza. Reuní a mi familia en el salón. Éramos tantas que casi ya ni cabíamos pero las obligué a agruparse y sobre todo a prestar atención, incluso a las más jóvenes.  Nuestra tranquilidad, nuestra seguridad, se había estrellado estrepitosamente, como si un verdugo le hubiese cortado la cabeza de un cruel hachazo.

 

Se asustaron tras escuchar mis palabras. No pude evitar el temblor en mi voz y no supe trasmitirles otra cosa que no fuera el temor. Se alarmaron y propusieron abandonar, huir de inmediato y casi apoyo aquella postura pero… ¿A dónde íbamos a ir? No teníamos muchas opciones y entonces se me pasó por la cabeza la loca idea de luchar, impedir que nos sacaran de aquí, plantar cara. Hubo dudas, pero en general estuvieron de acuerdo y en aquél mismo momento creí que era un error pero por alguna razón no dije nada y dejé que se organizaran para lo que podría significar la batalla más importante de nuestra mísera existencia.

Tal y como dije, fue cuestión de tiempo. 

 

Tres días después el hombre de la gorra aparcó su furgoneta frente a la casa. Los centinelas, apilados en las diferentes ventanas nos advirtieron de su llegada. Me asomé para comprobar que efectivamente era así. El hombre tenía medio cuerpo dentro de la furgoneta. Había  abierto la puerta lateral y cogía cosas de su interior. Se estaba preparando para entrar y su intención (yo lo supe desde el primer momento) no era echarnos  por las buenas sino aniquilarnos a todas.

 

Cuando el hombre sacó su cuerpo del vehículo, llevaba puesta aquella despreciable gorra y vestía un mono de color azul con el mismo logotipo que me horrorizara la primera vez que lo viera,  grabado a la altura de su corazón y también, por lo que pude advertir, a ambos lados de los hombros. Escuché exclamaciones y murmullos de algunos miembros de mi familia y no dije nada. No había tiempo para tratar de tranquilizarlas. Esto podía significar el fin de nuestra existencia.

 

El hombre llevaba el rostro cubierto por una mascarilla de color blanco y sus ojos, de mirada tensa y diabólica, estaban protegidos por gruesas gafas que le otorgaban un aspecto ridículo. Pero no sentíamos ganas de burlarnos. Sacó una especie de botella con una manguera del interior de la furgoneta, algo parecido a un extintor, y cerró la puerta de la furgoneta. No pude evitar que  vieran el círculo rojo impreso en el lateral, en cuyo centro había el dibujo de una gigantesca cucaracha atravesada por una gruesa línea también de color rojo, el mismo logotipo que el hombre lucia en su gorra y buzo de trabajo.

 

Gran parte de los miembros de mi familia murmuraron, otras se alarmaron y varias de ellas huyeron. Sin embargo, me enorgullecí de todas aquellas que permanecieron imperturbables en sus puestos prestas para el combate. 

 

El exterminador giró su cuerpo y comenzó a avanzar hacia la puerta de la casa. Nosotras nos agazapamos, siguiendo el plan establecido. Nos subimos por las paredes, aguardamos agarradas en los marcos de la puerta, en el suelo, dispuestas a saltar en cualquier momento sobre el enemigo. Probablemente no teníamos nada que hacer, sobre todo si el exterminador lanzaba el veneno por las ventanas antes de entrar en la casa. De todos modos ha sido una suerte que  este hombre acuda en  solitario para combatirnos, la batalla quizá resulte  más sencilla, lo que no quiere decir que si vencemos, si salimos airosas de todo esto, no tengamos que cambiar de vivienda. Nuestros días aquí, de un modo u otro, se han acabado por completo, eso  lo sabemos todas y cada una de nosotras.

 

Tal vez el exterminador cometió una estupidez auspiciado por un alarde de confianza que iba a suponer una oportunidad para mí y mi familia. Introdujo la llave en la cerradura. Al parecer tenía intención de entrar tranquilamente por la puerta principal, acceder al inmueble y atacarnos con sus gases y venenos, esparciéndolo sobre las esquinas con la pretensión de matarnos.

 

Y fue al abrir la puerta cuando realmente me sentí orgullosa de mi familia. Se abalanzaron sobre el despreciable exterminador como auténticas guerreras. Cayeron desde el techo y cubrieron la espalda del desgraciado hombre, que apenas dispuso de tiempo para  reaccionar. Creo que se sorprendió al vernos todas allí, agazapadas junto a la puerta, cubriendo el suelo y las paredes por completo, observándolo con desidia. Éramos muchas más de las que llegó a ver desde la ventana cuando visitó la casa junto a los dueños de la casa. Tal vez esperaba que estuviéramos ocultas en las grietas, escondidas en los armarios, temiendo por nuestra vida. Se acabó retroceder. Era el momento de plantar cara.

 

El exterminador profirió un grito que sonó tan distorsionado como ridículo  detrás de su asquerosa y repugnante mascarilla. Trató de huir. Giró su cuerpo y sus botas negras aplastaron a algunos miembros de mi familia. Escuché sus chillidos cuando sus cuerpos se rompieron y eso, lejos de despertar nuestro temor, nos enfureció. Además, estábamos hambrientas, muy hambrientas.

 

Caímos sobre el hombre saltando desde las paredes y aferrándonos a su buzo, tratando de penetrar por alguna abertura. Nos introdujimos  en el interior de sus botas, deslizándonos por sus piernas, llegando a sus pies. Recorrimos su cuerpo buscando aberturas, cubriendo su cuello. Alguna de nosotras pudo acceder al interior y mordió con rabia inusitada la carne  del exterminador. Aulló de dolor cuando su rostro se cubrió de numerosos cuerpos oscuros que se movían vertiginosamente. Contemplé la escena orgullosa, satisfecha y escuché claramente los júbilos de mis compañeras cuando alguna de ellas rasgó la mascarilla que protegía su boca y nariz y logró colarse en su interior. Otras pudieron desplazar las gafas que cubrían sus ojos y los dejaron libres. Llegaron hasta allí, con fiereza. El hombre se agitó con fuerza, aplastó a muchas más de mi especie pero no cesamos en nuestro empeño. Resultaba cómico ver cómo se golpeaba el cuerpo con sus brazos para tratar de aplastarnos. Algunas caímos, muchas muertas, otras desorientadas pero la mayoría se aferró como pudo a la ropa del hombre, mientras otras subían desde el suelo para cubrir por completo el cuerpo del desdichado y otras lograban entrar a través de los guantes y se colaban por el cuello para resbalar por su espalda.

 

Mordimos con fuerza. Le hicimos sangrar. Y lo más curioso de todo es que nos gustó esa sensación de superioridad. Fue rápido pero gritó todo lo que quiso e incluso un poco más. Desgarramos sus ropas y como un enjambre nos colamos en su interior. El resto fue bastante fácil. Aprovechamos su boca abierta y otros orificios de su cuerpo  para meternos dentro, una tras otra. Bajamos por su garganta, caminamos por su recto, nos hicimos paso entre las orejas;  éramos tantas que todas no pudimos tener el privilegio de alimentarnos de sus entrañas.. Pronto dejó de agitarse.

 

El cuerpo cayó al suelo agarrotado. Durante un tiempo más sus piernas se movieron como el rabo cortado de las lagartijas. Quedó cubierto en milésimas de segundo por muchas de nosotras y enterramos su cuerpo bajo nuestra masa, que se movía estrepitosa y sin orden, buscando un hueco porque el que acceder.

 

No tardó mucho en quedar reducido a un amasijo de huesos y nosotras no tardamos demasiado en dejarlos secos, blancos y relucientes. Fue un manjar impresionante, algo que nunca llegamos a imaginar.

 

Cuando todo acabó tomamos la retirada y nos preparamos para abandonar la vivienda. Algo había cambiado en nuestro interior. Nos sentíamos más vigorosas y fuertes, invulnerables, superpoderosas. Sin embargo, la sensación más especial era que estábamos excitadas y yo, personalmente, orgullosa, muy orgullosa de toda mi especie.

 

Teníamos la convicción de que habíamos cambiado. Nuestra conducta iba a ser  diferente a partir de ahora. Habíamos luchado con rabia y ferocidad, sabiendo que muchas de nosotras iban a caer pero se acabó eso de rendir pleitesía a los seres humanos. Se acabó huir y rendirse. Desde este momento  haríamos frente al enemigo. Y ya no nos importaba si la siguiente vivienda en ser ocupada tendría inquilinos o no. Es más, queríamos entrar en miles de casas, asomar nuestras cabecitas y abalanzarnos inexorable y violentamente sobre  sus habitantes para devorarlos,  saciar nuestro voraz apetito y cumplir con el nuevo destino que se abría ante nosotros.

 

Y con ese pensamiento salimos a la calle, con astucia y precaución, perfectamente organizadas.

 

 

 

Nunca nos veréis llegar. Asomará la cabecita de una de nosotras por el fregadero o recorreremos en pequeño número el interior de los armarios, explorando, y puede que acabéis con ellas pero somos más, muchas más, las que permanecemos ocultas en vuestras viviendas.

 

Entraremos en vuestros hogares y aunque solo advirtáis la presencia de un pequeño puñado de nosotras… el resto estamos ahí, agazapadas, aguardando el momento oportuno en que se designe el ataque definitivo.

 

Y somos tantas, es tal nuestro número repartido a lo largo y ancho del mundo, que me satisface intuir lo poco que vais a durar bajo nuestros pequeños y repugnantes cuerpecitos…

 

Vuestros llantos nos darán la fuerza necesaria para engulliros y convertiros en simples restos óseos mientras el planeta, en su agonía, nos agradece nuestro esfuerzo por liberarle de la peor plaga que durante siglos lo ha habitado.

 

 
 
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