Helado de fresa

Mi mamá me quiere mucho. Es la persona que me ha cuidado las últimas semanas aunque quiero expresar mi desconcierto porque no sé por qué me tiene encerrada en este húmedo y frío sótano. Una cadena me tiene presa de los tobillos, atada a la pared y apenas puedo moverme más allá de los dos o tres metros.

 

Mi mamá venía todos los días exactamente  a la misma hora y me contemplaba desde la distancia, con los ojos invadidos por las lágrimas. No se aproximaba, mantenía la distancia como si sintiera recelo de mí. Yo trataba de acercarme, quería refugiarme en sus brazos pero entonces la cadena tiraba de mí y me hacía daño.

 

Sé que mi madre me hablaba pero no entendía qué quería decirme. Era como si lo hiciera en  otro idioma y yo tampoco podía expresarme, como si tuviera en la garganta una pelota de papel que me raspaba y me dañaba. Solo podía pronunciar pequeños gruñidos, sonidos guturales que para mi madre no significaban nada pero para mí lo eran todo: Tenía un hambre atroz y quería comer, solamente eso, necesitaba  comer.

 

Y un buen día mi madre dejó de venir. Me he pasado horas enteras mirando hacia las escaleras, con la esperanza de verla aparecer pero los días transcurren con una velocidad pasmosa o quizá con una lentitud parsimoniosa, no lo sé, y ella, mi mami, no viene a visitarme. La echo de menos.

 

He intentado llamarla a gritos pero la pelota de papel sigue en mi garganta y la sensación de opresiva soledad nubla mi razón de tal modo  que prácticamente me ha dejado petrificada en este odioso lugar. Anhelo encontrarme de nuevo con mi mamá, no me importa que no se acerque, me da igual que permanezca a una distancia prudencial, sin bajar del todo las escaleras, que llore todo lo que quiera, pero que venga a verme porque sentirla cerca me hace comprender que me quiere.

 

Algo pasó una terrible tarde de tormenta, algo horrible que obligó a mi mamá a encerrarme aquí. Caí enferma en el colegio, al mismo tiempo que muchos de mis compañeros de clase. Los recuerdos me van y me vienen, pero estoy segura que mi profesora gritó muy asustada cuando vio que todos los niños comenzamos a sentir un dolor agudo en el estómago. Primero fue una sensación extraña, como de mareo y un picor horrible en la nariz, seguido de un fuerte pitido en los oídos. Me viene a la cabeza que estábamos en el recreo, en el patio, porque llovía mucho pero antes de llover, el cielo estaba limpio, con un vivo color azul, muy precioso. Cuando estoy triste trato de recordar esa imagen aunque no me gustan los aviones que pasaron y mancharon el cielo con sus rayas blancas. La profesora nos los enseñó. Había nueve o diez y cruzaron varias veces, de un lado a otro. El cielo se volvió sucio, parecía enfermo. Se cubrió de nubes blancas que después fueron negras y ya empezó  a llover mucho, con tormenta incluida.

 

A los pocos minutos comenzó el picor en la nariz y también en los ojos que antes se me ha olvidado decirlo, y el ruido como de pito en los oídos. Dolor en el estómago y vómitos. Algunos tuvieron diarrea pero yo no.

 

Mi madre vino a recogerme y llevaba el miedo impreso en el rostro, no por mi situación sino por lo que estaba ocurriendo alrededor. Recuerdo que con la voz temblorosa me dijo algo parecido a “cierra los ojos y no mires”. Le hice caso, pero escuché gritos, coches que se chocaban, peleas entre personas, ruidos raros. Mi madre tiraba de mí y alguien la llamó:

 

-¡Deténgase o disparo!

 

O bien no lo escuchó o prefirió no hacerlo porque entonces sentí que tiraba mucho más de mí brazo hasta el punto  que temí que me lo iba a arrancar. “Corre cariño” me dijo…

 

Y corrí. Pensé que me llevaría hasta el coche y después a casa pero caminamos durante mucho tiempo. Nos parábamos unos instantes, no para recobrar aliento sino para escondernos. Me atreví a abrir los ojos y me asusté. Había hombres armados por todos lados. Vestían de uniforme, como había visto en las películas de guerra y hacían mucho ruido cuando sus botas negras golpeaban el asfalto. Disparaban a todos aquellos que como nosotras trataban de huir y, si podían, se llevaban a los niños como yo. 

 

Mi mami me protegió. Logró esconderme. Me agarró la mano y no me soltó ni un solo instante. Yo tampoco la quería soltar. Hoy la echo de menos y aún recuerdo, pero ya como algo muy lejano, el cálido tacto de su mano. Corrimos mucho, tanto que comenzó a dolerme cerca del corazón. Solo escuchaba disparos en la calle, gritos, lloros. Y entonces todo se volvió oscuro para mí.

 

Durante la oscuridad, escuchaba las palabras de aliento de mi madre. Sonaban muy lejos, como si la distancia entre ambas fuese cada vez mayor. Decía que no me muriera pero yo no quería morir. Me pidió que no me ocurriese a mí lo mismo que a los demás niños, que de hacerlo ellos me llevarían muy lejos y nunca más la volvería a ver. Creo que finalmente me ocurrió lo mismo, aquello que mi mamá temía y por eso me dejó aquí encerrada.

 

Solía sentarse en las escaleras y me miraba con el rostro salpicado  por una aguda tristeza. ¿Y sabes qué? Ella lloraba y me observaba. Decía que no me preocupara, que nunca me encontrarían y yo no sabía cómo indicarle que eso estaba muy bien pero que necesitaba comer pues tenía muchísima hambre.

 

La primera vez que se acercó, tal vez para acariciarme el pelo o para darme un pequeño beso, recuerdo que la mordí. No quise hacerlo pero me sentí obligada. Era como si dentro de mí algo maligno me guiara. Mis sentidos parecieron nublarse de dolor al sentir a mi mamá tan cerca y la imperiosa necesidad se adueñó de mí… hasta el horripilante punto que le clavé los dientes en el brazo y tiré con fuerza. Mi madre gritó horrorizada y se apartó de inmediato pero yo ya tenía un trozo de carne entre los dientes. Mastiqué y tragué. Y estaba muy rico.

 

Mi madre nunca más se volvió a acercar. Los últimos días llevaba el brazo vendado y parecía muy enferma. Sus ojos estaban hinchados, protegidos por unas bolsas enormes que nacían bajo ellos y su mirada parecía muy cansada. Aún así, supe que mi mamá me tenía miedo. No la culpo.

 

Sé que algo extraño sucedió en el colegio. No sé si los aviones que vimos desde el patio echaron algo para envenenarnos o fue simple casualidad  pero de algún modo los hombres uniformados lo sabían pues acudieron muy pronto, cuando mis compañeros y yo comenzamos a notar los cambios.

 

¿Sabes? Si pudieras verme te  daría asco. Y lo sé porque mis brazos y mis piernas son ahora  muy extraños. Están como podridos, parece que una costra negra, que huele muy mal, va cubriendo mi piel y quizá mi cara muestra la misma suerte. He notado que el pelo se me cae,  parecen trozos de cuerda vieja. Y huelo muy mal. 

 

Tal vez todo esto se me pase después de comer porque, lamento repetirlo mucho pero es así, tengo muchísima hambre y mi mamá no vendrá a visitarme. Si acudiera  alguien y me dejara probar aunque sea un poquito de su brazo… entonces quizá mi enfermedad se me pasara…

 

…estoy sola aquí y…

 

…tengo que intentar salir…

 

La niña, con la ropa ya roída y el cuerpo cubierto de moscas y gusanos que tratan de devorarla sin que apenas se percate de ello, tira con la poca fuerza que tiene de las cadenas que la mantienen sujeta y los eslabones se rompen con una facilidad inquietante. 

 

El rostro viejo y deforme de la pequeña parece iluminarse con una sensación de felicidad que trata de aflorar a través de sus ojos muertos. Se dirige hacia las escaleras, hoy ya de peldaños viejos y apolillados. Al subir por ellos ni siquiera escucha los lamentos de las propias escaleras que crujen bajo su peso. Tiene los oídos taponados por las larvas que tratan de salir de su interior.

 

Arriba del todo se detiene unos instantes. El hambre atroz que siente le impide aceptar los obstáculos y quiere golpear  la puerta con sus pequeños brazos. Apenas tiene fuerza suficiente para levantarlos pero al apoyarse en la madera, la puerta se abre.

 

Huele muy mal. Ella no se da cuenta de nada. Ha perdido ese sentido y el hedor que emana del interior de la casa es similar al que expulsa su cuerpo putrefacto.

 

Llega al comedor. Todo está muy desordenado. No sé detiene a mirar nada, sus ojos solamente buscan algo vivo que se mueva entre los enseres, algo de lo que alimentarse. Tiene una necesidad imperiosa de comer. Apenas tiene recuerdos. Han muerto. Muy poco después de que ella muriera tras el cambio.

 

Su madre yace inerte en el suelo de la cocina. Un disparo en la cabeza. El arma está junto al cadáver. Tal vez ha sido un suicidio pero no hay elementos suficientes como para poder asegurarlo. La niña no la reconoce. Solo es un cuerpo muerto,  distinto a ella,  porque no se mueve. Mejor así, pues no quiere compartir la comida que encuentre absolutamente con nadie.

 

Mira por la ventana, no puede ver más allá de una calle cubierta de coches abandonados y cadáveres vivientes caminando de un lado hacia otro. Gira sobre sus propios talones. Tiene las uñas de los pies negras y arrastra la cadena rota, atada aún a los tobillos.  Lleva los pies desnudos y al dirigirse  hacia la puerta principal  pisa cristales rotos y las heridas brotan bajo sus plantas. No sangra y no siente dolor.

 

Le cuesta mucho abrir la puerta pero finalmente lo hace y sale al exterior. Un hedor nauseabundo, un olor a muerte condenada, cubre la atmósfera. Un ominoso silencio se adueña de la ciudad. Tan solo se escucha  el arrastrar de pies muertos que van y vienen sin rumbo fijo.

 

La niña tiene la sensación de que hay seres vivos ocultos en algún lugar. El olor del miedo llega hasta ella y solamente tiene que ser paciente y saber buscar en el sitio indicado.

 

Camina sin una dirección determinada. Tal vez alguien asustado la vea como una persona frágil, pequeña y débil y decida terminar con su oscura existencia o quizá alguien apostado en el tejado de un alto edificio la esté apuntando con un rifle. Es posible que ese tirador decida apretar el gatillo y le vuele la cabeza pero ella no puede pensar en esas cosas…

 

…a su mente atrofiada e inerte solo le llega el sabor dulce del brazo de su mamá y anhela encontrarla. Sabe bien cómo convencerla para que comparta con ella algo tan maravilloso como la carne humana.

 

Deambula entre las calles. Cree distinguir una silueta en la lejanía. Algo se mueve. 

 

Se aproxima. Huele bien.

 

Alguien se ha metido en un edificio de color blanco con enormes ventanales. Ella lo ha visto y se apresura. No quiere perder la oportunidad.

 

Hay manchas de sangre en el suelo. La persona que se esconde está herida. La niña se agacha y pasea sus dedos pútridos sobre la sangre. Se los lleva a la boca y sonríe. Es un sabor agradable. Su mente se cubre de un recuerdo lejano, cuando su mamá la llevó a una heladería. Probó por primera vez  los helados de fresa y desde entonces se convirtieron en sus favoritos. Aquellas manchas rojas  a ella le saben exactamente igual.

 

Un hombre de media edad observa a la niña, asustado. Se encuentra sentado, con la espalda pegada a la pared. Está mal herido. Alguien le ha rajado el vientre y tiene parte de sus entrañas en el suelo. Las sujeta con la mano pero no puede con todas, que resbalan entre sus dedos, como serpientes escapando de su nido. Tiene mal aspecto. 

 

La pequeña mira al hombre. No quiere decir nada pero un gruñido aterrador sale de su garganta. Ve que ese hombre es un soldado. Reconoce sus botas negras y el uniforme. No lleva armas pero a su mente le llegan los sonidos de disparos pasados, el ruido de las botas caminando por las calles, los gritos de sus compañeros, las muertes, el llanto de su mamá…

 

La niña sonríe y se acerca poco a poco al hombre herido, que trata de huir arrastrándose por el suelo hasta que se detiene por completo. Ha muerto, posiblemente de miedo.

 

La pequeña mete sus manos en la herida  del hombre para hurgar en su interior y el calor la arropa durante unos pocos segundos. Aún así,  intuye que muertos no están tan ricos. Se da la vuelta y sale a la calle con las manos chorreando sangre. Sigue oliendo a miedo.

 

 Sabe que hay muchos vivos escondidos en la ciudad, ocultos y aterrorizados que huyen de los muertos vivientes. La niña  se arma de paciencia. 

 

Tarde o temprano encontrará a uno de ellos, no alberga duda alguna   y entonces será como comerse un frío  helado de fresa.

 

 

 

 

 
 
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