La niña del pasado

Apenas había podido pegar ojo. Las sirenas de la policía y las ambulancias estuvieron  sonando durante toda la noche. Algo trágico estaba ocurriendo en la ciudad pero ella no había tenido el valor necesario para asomarse por la ventana y echar un vistazo. No quería subir la persiana para  que pensaran que allí no vivía  nadie.

 

Había dado vueltas en la cama, preocupada, enterrando la cabeza bajo la almohada y sin embargo los gritos llegaban hasta ella constantemente, cargados de angustia y terror. Procedían de la calle, del otro lado de la ventana. Sonaban cercanos.  Seguramente había un tumulto en las proximidades. Se oían bramidos ensordecedores, alaridos siniestros, descomunales y algunos disparos, que se repetían ejecutando una melodía inquietante.  Irene estaba terriblemente asustada.

 

Permanecía sentada sobre la cama, con la luz apagada, temerosa de que la persiana tuviera alguna de sus rendijas mal cerrada y pudiera detectarse la luz a través de ella, delatando su presencia.  Tenía las rodillas dobladas y se las agarraba con los brazos mientras permitía que su cuerpo se meciera hacia delante y atrás. A veces, cuando los ruidos del exterior se producían demasiado cerca y resultaban tremendamente pavorosos, se cubría las orejas con las manos tratando de acallarlos pero los sonidos no desaparecían,   llegaban  hasta ella, torturándola.

 

No hubo ni un solo segundo de calma. Voces elevadas que pedían auxilio; el continuo chirriar de los frenos de varios coches la obligó a imaginarse   a sus ocupantes, aterrados y nerviosos, que probablemente trataban de huir; choques entre automóviles; el agudo y estridente sonido de las bocinas; las impertinentes sirenas; disparos que se sucedían con escasos intervalos de tiempo. Tal vez en la calle se estaba celebrando una batalla atroz en la que Irene no quería participar. Lo habían dicho en las noticias: “No salgan a la calle. Permanezcan en sus casas”

 

Nadie había explicado qué estaba sucediendo pero de cualquier modo no era nada nuevo. Las calles siempre estaban infectadas de delincuentes. Irene se había acostumbrado a las peleas entre bandas callejeras y a las violentas intervenciones de la policía. No era un barrio tranquilo. Pero hoy todo era distinto. Y estaba asustada.

 

Apenas habían dado información en la Televisión. Simplemente unas pequeñas y enigmáticas  recomendaciones. Y aunque había tenido un deseo extremo de echar un vistazo hacia el exterior no se vio con el coraje necesario para hacerlo. Pensó en llamar a algunas de sus amistades por teléfono pero en la televisión también habían sido demasiado estrictos a este respecto: “No hagan el más leve ruido. No dejen entrar a nadie. No hablen por sus móviles. Pronto la situación estará controlada pero hasta entonces, y por el bien de todos, hagan como que no existen”.

 

Irene se había asustado. No habían sido unas palabras demasiado tranquilizadoras.  Al principio le pareció una exageración, después, con la intensidad de los ruidos que se escuchaban desde la calle, comprendió que algo terrible, espantoso, estaba sucediendo. Resultaba perturbador  escuchar los terribles gritos que sonaban en la lejanía, cada vez más cercanos. Los bramidos horrendos, semejantes a gruñidos, que iban y venían de un extremo a otro, como si un ejército de bestias infernales hubiera abandonado el infierno para caminar impunemente sobre la faz de la Tierra.  Las peticiones de auxilio de voces quebradas por el terror, los disparos que no cesaban, el ruido de los coches huyendo del lugar…

 

Había hecho caso a lo que se dijo en los informativos  y aunque estaba completamente aterrada, hizo acopio del poco valor que le quedaba y dejó el teléfono sobre la mesita de noche. Estuvo tentada de salir a la escalera y llamar a la puerta de uno de sus vecinos.  Tal vez necesitaba compañía. Detestaba estar sola en una situación de estas características, se sentía indefensa,  pero sus piernas temblaban y no habría podido dar ni dos pasos. Además, no quería abandonar su pequeña habitación, un lugar pequeño pero en el que se sentía segura…

 

…hasta que escuchó el ruido de cristales rotos.

 

Irene puso su cuerpo en tensión. Un ramalazo de sudor frío arañó  su nuca y comenzó a bajar muy lentamente  por el centro de su espalda. Había sonado demasiado cerca. Quizá en el portal. Ella vivía en un segundo piso pero el sonido había sido tan claro y cercano que estaba convencida de que alguien o algo había roto la cristalera de la puerta del portal…

 

…escuchó otro sonido, como si algo empujara con violencia esa puerta y se hubiera desencajando, produciendo un ruido escalofriante que la hizo saltar sobre la cama.

 

Irene, con una de las manos tapando su boca (tenía tantas ganas de gritar que le parecía que en cualquier momento pudiera empezar a lanzar alaridos de terror, como los que sin pausa escuchaba procedentes de la calle) se acercó hasta la puerta de su habitación. Y la abrió. Todo estaba sumido en la oscuridad. El pasillo que daba al salón mantenía las puertas de las otras habitaciones cerradas. Estaban vacías. Irene vivía sola. Caminó por el estrecho pasillo prácticamente de puntillas, con los brazos estirados y tocando con sus manos las paredes. No quería hacer el más mínimo ruido que pudiera delatar su presencia.  Oyó el crujir del suelo de madera bajo el peso de sus pies y sorteó el espejo que había colgado en una de las paredes. Al rozarlo con la yema de los dedos apartó la mano para no caerlo y siguió caminando, muy lentamente. Cruzó el salón y se acercó a la puerta principal. Se detuvo antes de llegar. Algo sucedía en el portal…

 

…muchos ruidos llegaban desde abajo. Parecía un grupo  de gente irrumpiendo violentamente en el portal y se los imaginó avanzando por las escaleras porque sus voces, altas y groseras, cada vez eran más claras y estaban más próximas...

 

…tan claras que Irene se sobresaltó al descubrir que lo que creía que eran voces no eran más que gruñidos de animales.

 

…tan próximas que tuvo la impresión, la seguridad, de que alguien se encontraba al otro lado de la puerta.

 

Se apartó de la entrada  cuando algo golpeó en ella. Irene no pudo evitar lanzar un pequeño chillido que debió ser escuchado por lo que fuera que estaba al otro lado porque los golpes en la puerta volvieron a producirse. No eran violentos pero resultaban estremecedores.

 

Irene escuchó varias sacudidas más. No solamente estaban golpeando su puerta sino también la de sus vecinos. Incluso oyó una puerta abrirse y después un grito horripilante que le heló la sangre de las venas. Retrocedió más aún y advirtió un hedor nauseabundo, semejante al que desprende el pescado podrido. Cada vez olía más y parecía proceder de la escalera, como si el origen del hedor fuese las personas, o cosas, que habían entrado en el portal.

 

Le hubiera gustado echar un vistazo por la mirilla, descubrir qué había al otro lado, saber quiénes habían entrado. No lo hizo. Estaba asustada, aterrorizada.

 

Se produjo un nuevo golpe. Esta vez mucho más fuerte. Violento.

 

Irene volvió a lanzar un pequeño grito y corrió despavorida hacia su habitación. Se encerró en ella, lo que no impidió que el olor a pescado podrido se colara a través de la rendija de la puerta y contaminara todo el interior.

 

Fuera, en la calle, continuaba el caos. Las sirenas de la policía y las ambulancias habían dejado de sonar hacía ya mucho tiempo pero aún se oían el chirrido de los automóviles, que rugían asustados, huyendo de algo terrible. Junto a ellos, ya no se escuchaban disparos ni nada que se le pareciera pero sí sonidos de pelea, gritos y jadeos, peticiones de auxilio, golpes terribles, alaridos terroríficos, voces elevadas que no hacían otra cosa que mostrar sus miedos. Irene estuvo a punto de subir la persiana. Ya no tenía sentido mantenerse oculta si ellos, fuera quienes fueran,  sabían que estaba allí dentro. 

 

Porque habían entrado en el portal. 

 

Habían subido las escaleras. 

 

Habían golpeado su puerta. 

 

Y seguían haciéndolo, hasta que un sonido nuevo llegó hasta ella.

 

Irene contuvo sus temblores y atenazó su propio miedo con el recelo que desprendía  la propia curiosidad que sentía.  Salió de la habitación con las manos cubriendo su nariz. El olor era prácticamente insoportable. Sentía un pánico atroz pero necesitaba cerciorarse de que lo que había creído escuchar se había producido realmente… aunque parecía una completa locura. 

 

Entonces lo escuchó de nuevo. Irene abrió los ojos, asombrada. No estaba equivocada. Y volvió a sonar una tercera vez. Se trataba de una voz, la voz de una niña. 

 

-Ábreme la puerta, por favor.

 

Desconcertada y con el corazón galopando como un pura sangre dentro de su pecho, permaneció petrificada en mitad del salón, frente a la puerta principal. Volvió a escuchar golpes en la puerta y se imaginó que la diminuta mano de una niña golpeaba la puerta con sus nudillos. Quería entrar.

 

Podían oírse muchos ruidos al otro lado. Respiraciones profundas, lamentos eternos, pisadas, golpes en las puertas, gritos aterrorizados, sonidos de pelea, alaridos descomunales, cosas que caían al suelo y eran arrastradas… Irene no estaba dispuesta a abrir la puerta aunque pensara que una niña pudiera estar  en peligro porque significaba invitar al horror a  entrar en su propio hogar. Y no estaba dispuesta a facilitarle las cosas.  Todo cambió radicalmente cuando la voz de la niña se escuchó de nuevo, alta y clara,  y sus palabras hundieron por completo la voluntad de  Irene.

 

-Mami, por favor, ábreme la puerta antes de que sea demasiado tarde. Solo quiero ayudarte, de verdad, Mami.

 

Irene se sintió turbada y dejó caer su cuerpo al suelo. Arrodillada, contempló la puerta con los ojos tan abiertos que impresionaba verlos de esa manera. La voz de la niña siguió hablando desde el  otro lado.

 

-Mami, ¿Por qué no me abres? Soy Mónica, ¿No me recuerdas?

 

De los ojos de Irene comenzaron a brotar abundantes lágrimas y sus brazos cayeron al suelo, presa de la incertidumbre y la tristeza. ¿Mónica?  “No. No, por favor, más dolor no”

 

-¿Mami? Sólo quiero ayudarte antes de que sea tarde.

 

-¿Mónica?.-preguntó Irene apenas sin aliento. Ella sabía que no podía ser cierto. Mónica no podía estar al otro lado de la puerta. Era algo imposible y trató de desechar la imagen de su mente. Pero la voz de la niña persistía.

 

-Ábreme, mami, por favor.

 

La voz infantil que escuchaba Irene con una claridad pasmosa había utilizado un tono mucho más apagado y triste, lejano,  e Irene trató de serenarse, sacudiendo su cabeza una y otra vez. “No puede ser cierto. Es imposible”.

 

-Mamí… ¿No te acuerdas de mí?

 

¡Claro que se acordaba! Irene nunca la había podido olvidar. Rompió a llorar.

 

-¿No me quieres, mamí?.-preguntó la niña y después Irene la escuchó  gimotear.

 

¡Claro que la quería! ¡La amaba! Nunca había dejado de hacerlo, en ningún momento pese a que su querida niña, a la que le habría puesto el nombre de Mónica, no había llegado a nacer. 

 

-¿Mami?

 

Irene temblaba en el suelo del salón mientras el horror seguía desatándose en el exterior. No podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. Debían ser imaginaciones suyas, quizá causadas por el miedo, tal vez a consecuencia del nefasto olor que había contaminado todo a su alrededor.

 

-¿Mami? Por favor, tenemos que salir de aquí antes de que sea  tarde.

 

Irene se levantó. Las piernas le temblaban, el corazón le golpeaba el pecho como puñetazos en la cara de un boxeador a punto de perder el combate; un nudo le ataba el estómago mientras sus recuerdos viajaban al pasado cuando durante seis meses llevó en su vientre a la que iba a ser su primera hija. Estaba tan ilusionada, tan feliz, que había hecho muchos planes, incluso ya tenía habilitada una habitación para Mónica, pues así se iba a llamar. Se la imaginaba entre sus brazos, dándole el pecho, observándola en la cuna mientras dormía, paseando por el parque. Y entonces el embarazo se complicó y perdió el bebé. Fue un duro golpe del que nunca llegó a recuperarse. Irene perdió la ilusión de volver a tener hijos y su carácter cambió por completo. Nunca lo superó porque sencillamente jamás lo quiso superar. Mónica era su hija y la mala suerte  impidió que naciera. Habían pasado cinco años pero ella siempre la tuvo  presente, a cada momento.

 

-¿Mami?, ya no hay tiempo…

 

-¿Mónica?.-preguntó Irene sabiendo que todo aquello era una completa locura.

 

-Abre, por favor…

 

Irene lo hizo. Estaba terriblemente asustada pero no pudo evitar acercarse a la puerta y abrirla. Tras ella descubrió un grupo de  niños pequeños,  encabezado por una niña.

 

Irene retrocedió lanzando un grito de horror. Los niños, de no más de cinco años, la observaron con ojos de negras pupilas. La niña que estaba delante de ellos, le lanzó una sonrisa.

 

-Hola Mamí.

 

Irene retrocedió a medida que la niña avanzaba y entraba en el piso. Tenía la piel grisácea, del color de la ceniza, al igual que el resto de los niños. El pelo largo y negro, como el de ella, completamente húmedo y pegado a la cabeza. Llevaba un camisón blanco manchado de sangre. Los brazos delgados, frágiles y desnudos de la niña estaban sucios, al igual que sus manos donde sus pequeños dedos parecían estar cubiertos de tierra. Pero quizá lo más horripilante era su rostro. Estaba deformado, como si su carne hubiera sido mordisqueada por alimañas hambrientas y sus ojos despedían una mirada terrible. Le faltaba un trozo del labio superior  y podía verse una hilera de dientes negros y podridos entre los que se movía algo pequeño y escurridizo.

 

Irene quiso gritar pero su voz se quebró en el intento. 

 

Irene quiso huir pero la propia pared del salón se lo impidió.

 

 Vio el avance de la niña que mostraba una horrible mueca en su  boca que nunca se convertiría en una sonrisa. Tras la pequeña, el grupo de niños avanzó. Todos ellos tenían un aspecto demacrado.

 

Irene no podía moverse a causa de la impresión. Estaba petrificada por el horror. No podía apartar la mirada del grupo de niños, especialmente de la niña, en la que descubrió un gran parecido con ella. Mientras tanto, volvían a escucharse  disparos en el exterior, sonidos de peleas, coches que iban y venían, alaridos desgarradores…

 

-No tengas miedo, mami. Te llevaremos a un lugar seguro donde no te pasará nada y podremos estar juntas.

 

La niña le agarró de la mano e Irene estuvo a punto de apartarla a causa de la impresión. Era como si le lanzaran un hielo por la espalda. La mano de la niña estaba tan fría como la nieve. Tiró de ella e Irene se dejó llevar.

 

Los niños se dieron la vuelta y salieron del piso.  Comenzaron a caminar por las escaleras, bajaron a la planta baja y llegaron hasta el portal. Irene avanzaba muy  despacio, al ritmo que le marcaba la niña.

 

-Mami, ahora vamos a salir a la calle. Tienes que cerrar los ojos, por favor, si los abres no podrás venir con nosotros y entonces no estarás a salvo, ¿Lo entiendes?

 

Irene movió la cabeza afirmativamente y sintió pavor ante lo que podía encontrar ahí fuera.

 

La puerta del portal se abrió.

 

-Cierra los ojos, Mami.

 

Irene lo hizo. Apretó sus ojos fuertemente mientras a ciegas caminaba, guiada por la niña. A pesar del horrible aspecto de la pequeña  y  del contacto glacial de su mano, Irene se encontraba tranquila, cada vez más, y se convenció de la existencia de  un vínculo entre la niña y ella. Sonrió, a pesar de que mientras caminaba notaba agitación  a su alrededor, sonidos de peleas, rugidos de animales, personas que gritaban  y corrían en todas direcciones o caían al suelo,  escuchaba rotura de huesos, mordiscos, disparos, accidentes… incluso oyó explosiones y el crepitar de fuegos cercanos.

 

Irene no abrió los ojos. No supo en ningún momento lo que estaba pasando en la calle, no solamente en su ciudad sino en el resto del mundo. Algo parecido al Apocalipsis había llegado y ella estaba siendo conducida hacia algún lugar seguro, de la mano de una niña que decía ser su hija Mónica, una hija que había perdido antes de nacer. 

 

Por primera vez en mucho tiempo Irene sonreía y la expresión en su rostro mientras caminaba agarrada de la mano de su hija era de una completa y profunda felicidad.

 

Si ella pudiera echar un vistazo desde una perspectiva determinada, podría ver que entre el caos de miles de ciudades envueltas en llamas, repartidas a lo largo y ancho del planeta, donde la muerte se había levantado para devorar a los vivos, numerosas y largas hileras  formadas por niños no nacidos caminaban con extrema lentitud llevando de la mano a sus padres, tirando de ellos, sorteando el caos desatado en las calles, conduciéndoles a un lugar seguro donde, por primera vez, podrían estar juntos.

 

 
 
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