¿Qué ocurre con las moscas?
 Eso es precisamente lo que yo me pregunto: “¿Qué coño les ocurre a las moscas?”. De un tiempo a esta parte se han vuelto molestas e impertinentes y me están haciendo la vida imposible. Francamente, no puedo más y estoy empezando a estar desesperado.

Todo comenzó hace aproximadamente quince días. Era un día normal y corriente como otro cualquiera, pero con la disparidad de que ese día aparecieron las moscas.

En realidad, las moscas y otros dípteros siempre han estado entre nosotros. Son insectos desagradables y aberrantes que se cuelan por nuestras ventanas y se posan en las mesas, techos, sillas y cortinas, en nuestras piernas o brazos y que apartamos con un brusco movimiento. Jamás se les ha prestado demasiada atención pero dudo que yo sea la única persona que se ha percatado del extraño comportamiento que desde hace unos días se advierte en las moscas, al menos las que están en mi casa.

Entré en el salón con la tranquilidad que confiere encontrarse en un lugar seguro y todo parecía estar perfectamente normal, como cualquier otro día. En la calle el sol calentaba lo suficiente como para que no me extrañara la presencia de tres o cuatro puntos negros que revoloteaban por la cocina y el salón. Me senté en el sofá y leí un grueso libro durante varios horas, ni siquiera me percaté de que el número de moscas iba aumentando a medida que los minutos transcurrían. Podían ser seis o siete, quizá nueve o diez, pero luego pasaron a doce o trece. Eran muchas, cierto, pero parecían tan normales y repugnantes como cualquier otra mosca. Pequeños fragmentos negros cabezones que volaban batiendo sus afiladas alas y se posaban en las paredes, por las que bajaban hasta el suelo. A veces se quedaban en el techo inmóviles, como si estuvieran cogiendo aire para continuar sus locos trayectos sin dirección definida; otras se montaban unas encima de las otras y follaban como locas, agitando sus cuerpos y procreando. Nunca tuve la sensación de que ellas me estuvieran observando, es más, creo que ni siquiera se percataban de mi presencia. Se acercaban y tenían el desdén de posarse en las hojas de mi libro, con tal facilidad y despreocupación como lo hacían en la mesa de la cocina, el mostrador o el propio suelo; caminaban por mis piernas o por mis brazos y cuando notaba las cosquillas que me hacían sus patitas, realizaba un movimiento brusco y las moscas saltaban sorprendidas (pero no asustadas) para flirtear a mi alrededor y buscar otro punto de apoyo. Supe que algo extraño ocurría cuando, al día siguiente, al prepararme el desayuno volví a ver a esa media docena de moscas (quizá más) bajando por los cristales de las ventanas de la cocina, volando alrededor de la lámpara de salón, caminando sobre el pomo de la puerta o corriendo libremente por el suelo.

Estaba dejando la taza bajo el grifo cuando noté una pequeña embestida en mi frente. Algo pequeño, negro y no demasiado duro, me había golpeado o más bien había chocado contra mi frente con tremenda fuerza y sin embargo no sentí ningún daño. Inmediatamente algo cayó de mi frente y quedó tendido en el suelo. Eché un vistazo y tuve tiempo de ver como una mosca se levantaba y revoloteaba junto a mis rodillas para perderse bajo la mesa. Me quedé sorprendido. La puñetera mosca había sufrido una colisión contra mi cabeza. Su diminuto cuerpo impactó violentamente conmigo y si ella hubiera sido un avión de pasajeros y mi frente una montaña... todos los viajeros estarían muertos... o quizá no, porque recordemos que la mosca se levantó tan campante, ni siquiera parecía haberse quedado aturdida. La verdad es que no fue la única vez que ocurrió algo parecido.


 

II
Aquél mismo día, estaba mirando un programa en la televisión (no recuerdo de qué trataba pero estoy convencido de que era una basura infumable) y a veces la vista y la atención se me iban hacia las paredes, el armario, las ventanas e incluso la pantalla de la televisión, donde acampaban a sus anchas no sé si más de veinte moscas pero estoy seguro de que no menos. Cuando estaba distraído, como si ellas me estuvieran observando (y entiendo que eso es completamente imposible) una de ellas bajó del techo con una fuerza implacable, como un proyectil lanzado a conciencia, y sacudió mi 

cabeza, metiéndose entre mi pelo. Me llevé rápidamente las manos a la cabeza y me la sacudí, cuando de improvisto noté un cosquilleo en mi oreja y escuché el batir de las alas de una mosca lo suficientemente cerca como para sospechar que ésta pretendía entrar por mi oído. Me levanté asqueado sacudiendo mi cuerpo. Miré las moscas revoloteando a mi alrededor (eran las más atrevidas, porque otras, quizá más pacientes o recelosas, permanecían inmóviles en el techo junto a la escayola o posadas en el sofá, agarradas a las cortinas, resbalando por el espejo de la pared o pegadas a los adornos de la lámpara) y apagué la luz, confiando que éstas quedarían quietas y asustadas. Busqué a tientas el mando a distancia y dí por finalizado el programa de televisión.

Todo estaba a oscuras y solamente escuchaba tres cosas:


 

  • La primera de ellas era la que menos me importaba. Se trataba del llanto de un bebe procedente del piso de arriba, el hijo de una de mis vecinas.


 

  • La segunda puede decirse que me preocupaba. Los latidos de mi corazón retumbaban en el salón de manera agitada y flirteaba con mi respiración, lo que me convenció (por si cabía alguna duda) de que era presa de los nervios.


 

  • El tercer sonido... el tercer sonido me asustó (lo confieso abiertamente y no me avergüenzo de ello) porque en la oscuridad en la que estaba sumido, escuché el batir de varios pares de alas y sentí numerosas moscas volando a mi alrededor.


 

Salí corriendo del salón y cuando cerré la puerta encendí la luz del pasillo, me apoyé en la pared y respiré profundamente, como si fuera el superviviente de una batalla mantenida con demonios y criaturas infernales. Fui al váter y me senté en la taza. Cagué, como haces tú ,y cualquier persona normal a diario. Entonces me reí, estallé en sonoras carcajadas porque veía ridículo asustarme de unas miserables e insignificantes moscas. ¿Me estaba comportando como un idiota? Estaba convencido de ello.

Decidí darme una ducha para despejar todas mis preocupaciones. Recuerdo que ese día bajé a la tienda a comprar un matamoscas y subí con una sonrisa bobalicona dibujada en el rostro, sospechando que, como otras veces, iba a salir airoso y triunfante del combate entre los repulsivos dípteros y el siempre inteligente humano. Quizá esa sonrisa se habría roto en mil pedazos si hubiera sospechado lo que iba a pasar poco después.

 

Tal vez estaba demasiado confiado pero... ¿Cómo no estarlo? Sólo eran moscas y yo tenía en las manos un producto químico que aseguraba su exterminación, y no solo mataba moscas, también acababa con los odiosos mosquitos, las incómodas pulgas y las siempre horripilantes cucarachas.


 

III


 

Entré en mi piso asiendo el bote del insecticida como un caballero andante esgrime su pesada espada, haciendo alarde de su valentía y coraje (imaginando a una bella doncella observándole desde lo alto de una almena) y al abrir la puerta del salón me encontré con las moscas volando de aquí allá. Les enseñé el bote y amplié mi sonrisa. Le quité el tapón y lo agité mientras observaba el vuelo rasante de las moscas, que iban y venían y parecían saludarme. Con un movimiento felino, pulsé el botón y el sonido del spray rugió sutilmente mientras el gas a presión salía dejando un tufo la mar de relajante (creo que olía a rosas, pero no puedo estar seguro del todo). Rocié todo el salón, toda la cocina, busqué y localicé más moscas, me acerqué a ellas casi de una en una, y las pulvericé con el “fly, fly”. Algunas se agarraban a las cortinas sujetándose con sus diminutas patitas, pero acababan cayendo al suelo. Otras no pudieron quedarse ancladas en el techo o las paredes y se precipitaron inexorablemente en caída libre, golpeando sus diminutos y horrorosos cuerpos con la madera del suelo del salón o bien con las baldosas marrones de la cocina. Todas ellas fueron abatidas..

Absolutamente todas.

Salí presuroso del salón, un salón que se había convertido en un cruento campo de batalla y, además, en un lugar irrespirable. Prácticamente había gastado todo el bote y estaba más que satisfecho con mi sangrienta tarea, de la cual no estaba para nada arrepentido.

Me pasé toda la tarde sentado frente al ordenador, chateando con amigas y amigos y a medida que el olor a rosas iba desapareciendo yo fui olvidando todo el asunto de las moscas.

Hasta que fui a cenar.


 

Nada más abrir la puerta del salón y encender la luz vi que estaba completamente equivocado. Esperaba encontrarme los cadáveres de las moscas en la mesa, sobre el sofá, esparcidas por el suelo, dentro del fregadero, sobre la repisa de la televisión...

Nada de eso. ¡Ni por asomo!

Lo que me encontré fue algo totalmente diferente, más bien todo lo contrario: Allí estaban de nuevo las moscas, volando desorientadas, pegadas a las paredes, inmóviles en el techo o caminando libremente por el suelo. Todas ellas estaban atontadas, borrachas, aturdidas pero vivas.

¡Vivas!

Nervioso, asqueado y muy cabreado (a nadie le gusta perder una batalla de este tipo) cogí un periódico que descansaba sobre la mesa del salón y lo doblé formando un rodillo con él. Con el rostro desencajado, los dientes apretados y los ojos marcando ira y cólera, comencé a golpear moscas, una a una. Lo hacía tan sumamente bien, con tal arte y destreza, que ellas apenas pudieron reaccionar ante mis golpes. Estaban completamente drogadas y eso me hacía jugar con una gran ventaja. Había un número excesivo de moscas, sí, pero yo... era mucho más grande.

Aplasté gran cantidad de ellas, muchas de ellas adheridas en el cristal de las ventanas; sus tripas, su sangre, sus alas rotas. La mitad de los cadáveres quedaron adheridos al periódico, pero a medida que lo agitaba para ofrecer más golpes, esos cadáveres se desprendían y saltaban de un lado a otro, como palomitas en una sartén. Me subí en una silla (e incluso en la mesa) y acabé con las que había en el techo. Ya con los pies en el suelo miré los cuerpos pegados al techo blanco y me reí como un loco (más bien como un licántropo se ríe bajo la luna, a la que por por norma general ama con amor enfermizo).

Tiré el arma homicida a la papelera y alcé los puños pletórico al saberme absoluto vencedor de tan salvaje cruzada. Aquella noche cené y después barrí. Eché los cuerpos de las moscas a la papelera y observé de nuevo los cadáveres sujetos en el techo y en algunas paredes. Aquellos cuerpecitos tan pequeñitos que habían explotado bajo la presión del periódico al caer sobre ellos; las deformes cabezas aplastadas, los cuerpos pegados, las patas rotas y las alas quebradas... ¿Hay algo más hermoso y satisfactorio en esta vida?


 

IV


 

Aquella noche me fui a la cama. No tenía sueño y me puse a leer, una costumbre que he ido adquiriendo de un tiempo a esta parte. Cuando llevaba alrededor de media hora disfrutando de una lectura escalofriante (me encantan las novelas de terror) advertí con el rabillo del ojo una sombra cruzar de un extremo a otro de la habitación. No me inmuté y seguí leyendo. Volví a percibir aquella sombra y dejé el libro sobre la cama.


 

¡Una mosca! ¡Una maldita mosca había sobrevivido a mi airado ataque! Y lo peor de todo es que se había colado en mi habitación.


 

Chasqueé la lengua fruto del disgusto que sentía y deduje que yo era más inteligente que esa puta mosca. Entre risas, apagué la luz y corrí hacia la puerta. La abrí. Salí y encendí la luz del cuarto de baño. Tras varios minutos la apagué y regresé a oscuras a mi habitación. Sin duda la mosca ya habría salido en busca de la luz quedando atrapada en la oscuridad. Cerré la puerta de la habitación y encendí la luz. Me tumbé en la cama. Ni rastro de la aberrante mosquita. Una vez más había vencido.

Me puse a leer. Todo iba bien, hasta que a los pocos minutos volví a ver la sombra planeando por mitad de la habitación, como un águila majestuosa y arrogante. Cerré el libro de golpe y vi la mosca posarse sobre las mantas. Intenté cazarla. Fue en vano. Era rápida, ágil de reflejos, como una mosca normal y corriente.

Volví a realizar la misma operación del juego de la luz varias veces, pero la mosca siempre acababa dentro de la habitación. ¿Acaso se colaba por la rendija de la puerta? Coloqué calcetines y pañuelos para que no pudiera pasar. Quizá acerté, porque uno de mis intentos (no sé si fue en el séptimo o quizá en el octavo) pareció dar resultado. Leí un poco en absoluta paz y después apagué la luz. Dormí muy tranquilo pero no lo habría hecho si hubiera sabido lo que me esperaba al día siguiente.


 

Desperté hacia las ocho de la mañana, con el cuerpo completamente descansado y la cabeza despejada. Me había olvidado por completo de la mosca cojonera que se había colado en mi habitación pero de la que me había librado muy hábilmente. Me metí en la ducha y puse la cabeza debajo de la alcachofa, por la que salía agua caliente en abundancia. El vapor subía desde mis pies y el calor cubrió todo mi cuerpo, apoyé las manos sobre las frías paredes de baldosas azules y aguardé allí varios minutos. Después salí de la ducha, me sequé y me vestí.

Caminé por el pasillo silbando una melodía que pertenecía a una canción de la que nunca recuerdo el título. Abrí la puerta del salón y encendí la luz. Al principio no las vi, pero estaban allí.

Subí las persianas (incluida la de la cocina) y entonces me dí cuenta de la presencia de un número excesivo de infectas moscas cubriendo paredes y techo. Al detectar mi presencia (habría que ser tonto para no hacerlo después de entrar en el salón, encender la luz, abrir las persianas y maldecir improperios ) un número aproximado de treinta moscas emprendieron el vuelo y sobrevolaron la lámpara del salón, revoloteando sobre mi cabeza. Me quedé pasmado observándolas, lancé los ojos hacia las ventanas y éstas estaban cerradas por lo que no supe (y aún no sé) cómo pudieron entrar aquellas desabridas moscas puñeteras.

Grité de horror al ver que los miserables insectos saltaban de un lado a otro, posándose en cualquier parte, moviendo sus pequeñas patitas, como si estuvieran afilando un cuchillo. En aquél momento tuve la sensación de que me observaban.

Y lo peor de todo es que estaba convencido de que se comunicaban entre ellas y hablaban... de mí.

Tuve miedo de las putas moscas. ¿Te ríes? Puede parecer ridículo pero estaba asustado de un puñado nada desdeñable de moscas gruesas y negras que estaban perturbando la tranquilidad de mi hogar. Entonces empezó el ataque.

Yo al menos lo interpreto así y después de leerlo ya me dirás si lo que sucedió a continuación tiene otra calificación.

Mientras me dirigía a coger una revista con la que atizar a las malditas moscas, vi claramente que una de ellas bajaba del techo en picado, como un misil dirigido hacia un objetivo concreto. La mosca impactó en mi cabeza, se enredó en mi pelo, hizo un ruido peculiar entre mis cabellos y después salió airosa hacia una pared, sobre la que se posó y pareció observarme a través de sus abultados ojitos. Imaginé una siniestra sonrisa en ellos.

Esgrimí la revista como una espada bien afilada (más bien como un garrote vil) y comencé a batir mi brazo. Aplasté muchas de ellas, incluso tres de un solo golpe y pronto reduje el número. De treinta pasaron a diecinueve, luego a trece y finalmente a nueve. Sudaba como un cerdo pero estaba contento con la siembra de cadáveres que dejaba golpe tras golpe, como un troglodita cazando mamuts.

Vi a las moscas retroceder como alimañas cobardes, sabedoras de que el gigante era un enemigo duro de batir. Cuando detectaban mi presencia huían, volaban de un lado a otro. Vi que una de ellas se lanzaba hacia mí pero pude golpearla con la revista como si se tratara de una pelota de béisbol y la pobre se estrelló contra la pantalla del televisor, rebotó y cayó junto a mis pies. La aplasté. Escuché el bello crujir de su pequeño cuerpo explotando bajo mi pies.

No me dio tiempo de esquivar a una de ellas que me golpeó la cara y me vi obligado a cerrar los ojos. Oí el batir de varias alas y cuando me quise dar cuenta (al abrir los ojos) vi varios puntos negros que se aproximaban desde diferentes flancos, como bombarderos que se acercaban para asolar una base enemiga.

Como dagas afiladas golpearon mi piel, una de ellas se enredó en mi pelo, otra me golpeó la nariz, una casi se introduce en mi oído y las otras trataron de sacudirme el pecho. ¿Pero qué cojones estaban haciendo esas putas moscas?

Retrocedieron un poco y volvieron a caer sobre mí, como espinas de un rosal que se clavan en las yemas de los dedos; como dardos envenenados dirigidos a mi corazón; como clavos ardiendo atravesando mi pecho. Tuve que taparme la cara para evitar el desagradable impacto de aquellas malditas moscas porque si bien no era doloroso resultaba, cuando menos, desagradable. ¡Jodidas y asquerosas moscas!

Salí precipitadamente del salón y cerré la puerta dejando a los monstruitos tras ella. Me senté en el suelo, con la espalda pegada a la madera. Resoplé con el ceño fruncido, tratando de encontrar una explicación plausible, una causa que justificara semejante desbarajuste de la lógica y el sentido común. No encontré ninguna pero noté un ligero cosquilleo en la mano que tenía apoyada en el suelo. Miré hacia abajo y pude ver claramente como una diminuta mosca caminaba por entre mis dedos con una parsimonia tal que me resultó escalofriante.. Giré la mano y la mosca voló. No sé hacia dónde pero no me interesaba. Detecté que por debajo de la puerta, entre el hueco de ésta y el suelo, asomaba la cabeza de una mosca y aguardé pacientemente a que su zafio cuerpo saliera por completo, entonces usé el pulgar de mi mano derecha para aplastarla como a una maldita y asquerosa cucaracha.

Me puse unos zapatos, cogí algo de dinero y me marché a la calle. Necesitaba respirar aire fresco y cuando quise darme cuenta me vi dentro de un tugurio levantando por quinta vez una jarra de cerveza y hablando con dos desconocidos de mi problema con las moscas. Aún recuerdo las estúpidas sonrisas en sus caras sonrojadas.


 

V


 

-Os lo juro. Las moscas me atacan. No puedo con ellas.-recuerdo que dije.-El zumbido de sus alas me resulta insoportable. No puedo leer un puñetero libro porque me asedian, se lanzan sobre mí. No puedo comer porque se posan en el plato, no puedo ver la televisión porque caminan por la pantalla y vuelan hacia mi para estrellarse contra mi cuerpo o enredarse en mi pelo. Estoy hasta los cojones tíos, hasta los mismísimos cojones...

Cuando acabé la frase me vi hablando solo en la barra del bar y me sentí observado por el camarero que me miraba con la mirada contrariada.

-Tengo un amigo que podría echarle una mano.

-¿Perdón?.-dije soltando la jarra de cerveza sobre el mostrador.

-Con su problema, con las moscas. Mire.-respondió el hombre anotando algo en un papel y ofreciéndomelo.-Puede llamarle en cualquier momento, creo que es la solución a sus problemas.

Me levanté y mi cuerpo se tambaleo peligrosamente, a punto de rodar por el suelo. Agarré el papel. Miré el número de teléfono que el camarero había escrito en él, busqué un par de billetes en mis bolsillos y los dejé sobre la barra. Salí del bar. Ya era de noche y mientras regresaba a casa me imaginé cómo sería un mundo sin moscas.

No abrí la puerta del salón, no quería saber si estaban allí dentro, si su número había aumentado o si, por algún milagro, se habían esfumado por completo. Pero no, esto último no había ocurrido porque podía escuchar el desagradable zumbido de sus asquerosos vuelos.

Me fui directo a la cama y al levantarme al día siguiente hurgué en mi pantalón y cogí el papel que me había entregado el camarero. Llamé a aquél número y la bronca voz de un hombre sonó al otro lado.

Resultó ser un exterminador de plagas y eso era lo que yo necesitaba. Quedamos aquella misma mañana en mi casa. A las once ya estaba llamando a la puerta.

No he dicho nada, pero mientras esperaba no se me ocurrió abrir la puerta del salón y eso que sentía una correosa curiosidad porque el sonido del batir de las alas aumentaba cada minuto.

Cuando abrí la puerta un hombre regordete me sonrió. Llevaba un mono gris y una gorra a juego. Colgada de su espalda pude distinguir una amplia mochila. Me saludó y le dejé pasar.

Le conté el problema. No se extrañó ni lo más mínimo.

-Dice usted que las moscas son violentas, ¿verdad?

-Sí, algo que me ha dejado desconcertado.

-Si yo le contara historias sobre pulgas, mosquitos, arañas, cucarachas e incluso serpientes creo que no podría dormir durante meses pero todo problema tiene solución.

Dejó la mochila en el suelo y abrió la puerta del salón. Ambos pudimos ver alrededor de cuarenta moscas deambulando de un lado a otro, algunas de ellas se colaron por la apertura de la puerta que el señor exterminador cerró de inmediato y se fugaron para adentrarse en los dormitorios, algo que no me gustó nada en absoluto y maldije para mis adentros. Me miró unos instantes con extrema seriedad. Yo palidecí y me atreví a formular una pregunta de la que temía la respuesta.

-¿Es grave?

-¿Grave?.-inquirió perplejo el exterminador. Después relajó los músculos de la cara y me dirigió una sonrisa.- Sólo son moscas...

Y tras decir estas palabras abrió la mochila y sacó varios botes de insecticida, unas gruesas gafas que se colocó sobre los ojos y una mascarilla.

-Debe dejarme trabajar solo. Cuando entre ahí.-dijo señalando la puerta del salón..-Usted tendrá que abandonar la casa. Echaré estos productos por todos los rincones y le garantizo que no quedara ni una sola con vida, pero estas cosas deben hacer efecto y no podrá regresar hasta el martes que viene.

-Cinco días.-murmuré.

-Cinco días.-repitió el exterminador.- No se preocupe, yo cerraré la puerta y a su regreso descubrirá que todo ha regresado a la normalidad.

Asentí con la cabeza y lo vi entrar en el salón, sin miedo al numeroso ejército de horribles moscas que se abría ante él.

Fui a mi habitación, recogí algunos objetos personales, algo de dinero y salí fuera. Admito que no sentía ninguna envidia por aquél hombre que se enfrentaba al peligro como si fuera un trabajo más. No sé cuánto iba a cobrarme por aquello pero si me libraba de las moscas yo estaba dispuesto a pagar lo que fuera necesario.


 

VI


 

Pasé aquellos días en un motel de mala muerte, de esos tugurios de carretera en los que se escucha como los camioneros follan con las putas y otros acortan sus días con litros de alcohol. Todo estaba muy sucio. Encontré restos de sangre en las sábanas y detecté manchas de semen en la almohada. La habitación olía francamente mal y advertí la presencia de telarañas en la triste bombilla que colgaba del techo, incluso vi algunas cucarachas saliendo del lavabo del cuarto de baño. Pero no había moscas. Ni una sola.

Esto era un paraíso. Sin duda.

El martes a primera hora pagué la cuenta del motel y cuando me marchaba eché un vistazo a la morenaza que iba colgada del robusto brazo de un hombre que se encaminaba hacia un gran camión. Mis ojos se quedaron pegados en el culo tangoso de la mujer y la lengua humedeció mis labios. Ella subió al camión y desgraciadamente dejé de ver su apretado culito pero mi imaginación, cuando me apetece, puede ser desbordante. Ladeé la cabeza y aplasté con mi mano la erección que me había salido. Monté en mi coche y me solté el botón del pantalón para no asfixiarme. Noté el grueso de mi pene y lo agarré con la mano. Podía hacerme una paja allí mismo, dentro del coche, no habría sido la primera vez pero el asunto de las moscas me tenía preocupado y el hinchazón se me bajó tan rápido como había emergido. Cuando la cabeza alargada quedó flácida y relajada me aproveché el botón, introduje la llave en la cerradura y giré. Pisé el acelerador y me dirigí a mi casa, completamente esperanzado.

Aparqué casi donde lo suelo hacer siempre y subí las escaleras. Llegué hasta la puerta y pegué el oído a la misma. Ningún zumbido, ningún batir de alas, solo un extraño olor, repugnante sin duda y que deduje se debía a los productos químicos que el exterminador había utilizado en su singular tarea por librar mi hogar de la infecta presencia de las jodidas moscas.

Abrí la puerta; el olor era más fuerte en el interior pero podía soportarlo, a mí solamente me preocupaban las moscas.

Fui directo al cuarto de baño y me dí una buena ducha de agua caliente. Inesperadamente mi cuerpo había comenzado a experimentar una molesta sensación y creí que se debía a mi experiencia en ese motel de mala muerte donde quizá podría haber cogido una infección.

Me puse ropa cómoda y me armé de valor. Me dirigí al salón. Abrí la puerta, Todo estaba completamente oscuro, en silencio. Encendí la luz y eché un vistazo. Algo que había en el suelo me llamó poderosamente la atención...


 

FINAL


 

Cinco días después de regresar a mi casa me encuentro sentado en el sofá del salón, leyendo un libro con absoluta tranquilidad. Sigue habiendo moscas en mi casa. El exterminador no ha podido acabar con ellas pero todo ha cambiado, ya no me molestan porque hemos aprendido a convivir. El caso es que, de un modo u otro, puedo permitirme el lujo de cenar sin que ellas molesten a mi alrededor o bien puedo disfrutar de una película tumbado en el sofá, sin que las moscas vuelen por el salón o se arrastren cortinas abajo. Me han dejado completamente en paz.

Como he dicho, en estos momentos estoy leyendo un libro y lo hago inmerso en una paz absoluta, en una calma total porque las moscas, desde que he regresado, no han vuelto a incordiarme y, por supuesto, no me han atacado y no lo han hecho porque están muy ocupadas. Lástima el olor terrible que ahora hay en mi casa pero si eso significa haberme librado de la incomodidad de las moscas (a las que ahora considero mis amigas y a las que miro con ternura) bienvenido sea.

Cierro el libro y echo un vistazo al cuerpo putrefacto del exterminador que yace en el suelo del salón, descomponiéndose. Me lo encontré así nada más llegar el martes, con un buen número de moscas recorriendo su cuerpo, entrando y saliendo a voluntad por su boca abierta. Desde entonces ellas tienen un nuevo juguete y no se despegan del cuerpo de ese pobre hombre, del que se están alimentado. Cada días las moscas están más alegres y más gordas.

Caminan por su abultada tripa, succionan a la altura de sus ojos, saborean sus gruesos dedos, procrean en sus manos o en sus piernas, corretean por entre su pelo...

Hace tiempo que no las veo volar (quizá están engordando demasiado) y puedo dejar abierta la puerta del salón con total libertad, porque ellas ya no acceden a la zona de los dormitorios. No se apartan ni lo más mínimo del cuerpo del exterminador.

Todo parece haberse arreglado. Todo va de maravilla.

Sí, todo va bien... si no fuera por el hediondo olor que desprende el repulsivo cadáver del exterminador.


 


 


 


 


 

 
 
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