Las hijas de la bruja

Mientras la bruja arde en la hoguera ante una muchedumbre  que jalea la ejecución sin importarle  los berridos demoníacos que profiere la garganta rota de la asustada mujer ni el olor a carne quemada que desprende su cuerpo al ser consumido por las llamas, sus dos hijas yacen colgadas en el patio de la plaza mayor. Han sido ahorcadas minutos antes de que la hoguera fuera prendida.

Los ojos de la bruja se dirigen hacia el balanceo de los diminutos cuerpos de sus niñas; han cubierto las cabezas de las pequeñas con  capuchas negras. Derrama lágrimas mientras su cuerpo se envuelve más y más en las llamas que prenden su ropaje y su pelo. Deja de gritar para encomendarse al Diablo y aúlla como lo haría un lobo invadido por la rabia al ver con sus propios ojos el sacrificio de sus cachorros. 

Entre las llamas surge el rostro demoníaco de un ser infernal que la observa, o eso cree entender la bruja. Tal imagen pasa completamente desapercibida para la muchedumbre, que ríe a carcajadas mientras la insultan, acusándola de brujería, de copular con el Diablo  y de atentar contra la dignidad del Señor. La bruja recibe el impacto de varias piedras que proceden de la rabia  de los más exaltados. Algunas impactan en su cabeza, otras en su cuerpo, pero ya no siente dolor; es  tal la voracidad de las llamas que sus gritos agónicos pronto enmudecen por completo, sustituidos por el sonido del crepitar de un fuego que no tiene compasión. La bruja deja de moverse y antes de caer al suelo para entregarse por completo a las sombras, dirige una última mirada hacia los cuerpos de sus hijas. La tristeza la embriaga y una sensación de extrema impotencia se erige como  único acompañante en su viaje hacia la oscuridad.

En el último estertor, cuando su cuerpo es ya un amasijo de carne chamuscada y las llamas la han envuelto por completo, la bruja sufre una convulsión y su garganta comienza  a proferir una carcajada siniestra que hace  enmudecer a toda la muchedumbre. La bruja ríe y se burla de ellos, maldice a todos los presentes y a cada uno de sus descendientes. Ha detectado movimiento en los pies de una de sus dos pequeñas. Sus cuerpos colgados de la soga que penden de uno de los árboles de la plaza se han agitado. Aquello solamente es  el comienzo.

La bruja se extingue  entre las llamas. Sus maldiciones acaban en el instante en que el fuego se torna si cabe más furioso. No se escuchan nuevas carcajadas en el interior de una hoguera que desprende un pestilente olor a carne quemada. Sin embargo, con la bruja ya muerta y sus maldiciones extintas, la muchedumbre permanece  asustada, con sus bocas abiertas y el miedo atenazando cada una de sus expresiones. Muchos aún tienen piedras agarradas en sus manos y que acaban soltando, como si aquél pueril acto los convenciera de su no intervención en tan salvaje y cruel castigo.

Una voz valiente se alza entre el callado gentío, una voz que confiere cierta fuerza en varios de los presentes.

-¡Quememos ahora a sus hijas! ¡Que ardan sus almas en el infierno!

Nuevos vítores y aplausos. De nuevo la excitación acude al rostro de todos aquellos lugareños que ahora dan la espalda a la hoguera y se dirigen hacia el punto donde yacen ahorcadas las dos hijas de la bruja.

Nadie se ha dado cuenta del apenas perceptible movimiento de uno de los cuerpos, cuya cabeza se ha agitado dentro de la capucha. La muchedumbre se dirige presurosa hacia los cadáveres de las niñas, que han muerto ahorcadas ante la visión de su madre. Se olvidan de la hoguera. Las llamas ahora son más bajas y el fuego consume la madera mientras crepita entonando una cacofonía inquietante. Del cuerpo de la bruja no queda más que huesos calientes y un olor nauseabundo. 

-¡Echadlas al fuego!.-vocifera una mujer cuando dos hombres tratan de bajar  los cuerpos muertos de las niñas.

-¡Que se reúnan con su madre!

-¡Mandémoslas al infierno! 

Los  hombres se apresuran  a descolgar los cuerpos de las dos niñas. No tienen ningún miramiento con ellas, no sienten respeto sino asco e inquina. Cortan las sogas que mantienen a las pequeñas sujetas en el aire y sus cuerpos se precipitan al suelo produciendo un ruido tosco que provoca una respuesta de excitación entre el gentío, que aplaude y grita exaltado. Esos aplausos, esos gritos, han impedido escuchar el gemido de una de las niñas, que ha exclamado de dolor tras impactar  contra el suelo.

Arrastran los cuerpos de las niñas por la plaza mientras otras personas preparan una nueva  hoguera. El calor del fuego donde se ha consumido la bruja es cada vez menor pero el desagradable olor a carne quemada todavía se respira en el ambiente y lo hará durante varias horas más. 

La gente que hay agrupada en la plaza observa con atención, nerviosa.  Volverán a contemplar el fuego purificador rodeando los cuerpos de las almas impías. A muchos de ellos les resulta  triste que las niñas ya estén muertas. El placer de escuchar gritar a las brujas, de verlas retorcerse de dolor entre las llamas, clamando perdón, no tiene precio.

Un hombre que arrastra el cuerpo de una de las niñas se detiene en el acto. Llevaba agarrada a la pequeña de uno de sus tobillos pero la ha soltado de repente. Se mira la mano,  desconcertado, dirige su mirada hacia el cuerpo inmóvil de la niña y después mueve la cabeza hacia la gente, que hasta el momento no se ha dado cuenta de nada.

Inmediatamente descubren lo que está pasando y los gritos de espanto y horror se repiten como una melodía compuesta por el mismísimo Satanás. El hombre que arrastraba a una de las hijas de la bruja se agarra el brazo y comienza a bramar de dolor. El brazo se le ha hinchado de una forma anormal y todos pueden apreciar que algo oscuro brota del interior del mismo y comienza a rodear su cuerpo al completo. La gente se aparta horrorizada. Los  hombres que arrastraban a la otra niña la sueltan  y se alejan con los rostros desencajados mientras observan cómo su compañero, en cuestión de segundos, es sepultado por una cantidad incontable de hormigas gigantes, del tamaño de medio dedo y que parecen salir del interior del propio cuerpo del desdichado. Emergen de una cavidad que hay en su brazo, como si aquél hombre en realidad fuera un simple hormiguero del que ahora escapaba un numeroso ejército de horripilantes y sanguinarias hormigas.

El hombre se agita y cae al suelo. Pide ayuda pero nadie efectúa el más leve gesto para socorrerlo.

Sólo un reducido número de gente se percata de otra anomalía pues la mayoría  contempla la insólita muerte del desdichado. Los gritos de alerta de aquellos improvisados  testigos hacen que el resto de la muchedumbre se percate de los nuevos acontecimientos.

Una de las niñas se ha puesto en pie y se está quitando la capucha. Un rostro envejecido y diabólico se presenta ante ellos, con la tonalidad de la piel del color de las llamas que han acabado con la vida de su madre y una sonrisa cruel y desafiante deja entrever una lengua viscosa y alargada que   produce un sonido espeluznante.

La gente grita enloquecida  y comienza a correr despavorida, como gallinas sin cabeza. Se tropiezan  unos con otros, algunos caen al suelo y lejos de recibir la ayuda de sus vecinos son pisados una y otra vez. Los gritos de dolor se mezclan con los alaridos de terror. La niña observa las idas y venidas de todos aquellos lugareños y los contempla con una amplia sonrisa de satisfacción. Su garganta permite que un sonido gutural, horrendo,  salga con la potencia de un trueno. La tierra tiembla de tal modo que nadie puede permanecer de pie. Todos caen al suelo estrepitosamente y se encomiendan al Señor, buscando su perdón. Sin embargo, por si tienen alguna duda, en estos momentos este lugar  pertenece únicamente a Satán.

El cuerpo de la niña levita a varios metros del sueño  y de su garganta brotan palabras extrañas, insultos y quejidos. Vocifera con la energía de un tifón y no hay mejor símil dado el viento huracanado que procede de todos los flancos. Ese viento arranca de cuajo las casas de aquél pueblo, que se elevan en el aire y se hace añicos, cayendo los trozos sobre la plaza, aplastando a muchos de aquellos vecinos que comprueban que  el infierno se ha desatado en su propia aldea. 

Hay quienes clavan sus rodillas en el suelo y piden perdón pero como respuesta solamente reciben un golpe seco en sus cuellos de algo invisible y afilado  y las cabezas de todos ellos son arrancadas de raíz; ruedan por el suelo varios metros, hasta que se detienen con sus ojos abiertos reflejando un miedo atroz.

El fuerte viento derriba los árboles de la plaza, algunos se parten en dos y sus troncos caen sobre varios lugareños. Del cielo comienza a caer ceniza, como si un volcán hubiera entrado en erupción más allá de las nubes negras que se agitan monstruosas en las alturas.  La gente comienza a tener dificultad para respirar, se retuercen por el suelo como si estuvieran envenenados, mientras sus cuerpos son invadidos por gusanos y hormigas que nadie puede explicar de dónde aparecen. Sus cuerpos son devorados y   quedan irreconocibles en las posturas más diversas 

En mitad de la ventisca, la niña flota en el aire con los brazos levantados y su melena rizada se agita  como un nido de serpientes. En algún momento, el cuerpo de la pequeña se prende y un fuego de un intenso color amarillo ilumina el  pueblo que en pocos minutos  se ha convertido en un espeluznante cementerio. 

De las cercanías, un numeroso grupo de figuras errantes se aproximan; caminan con una lentitud pasmosa y realizan movimientos raquíticos. Son los muertos, que se han levantado de sus tumbas y permanecerán atentos a cualquier orden que se les dicte.

La niña deposita sus pies en el suelo y contempla el cuerpo de su hermana, que ahora se pone de pie y la mira con una espantosa sonrisa. Unen sus manos. Las llamas pronto envuelven el cuerpo de ambas, que ahora parecen un solo ser, un ser perversamente diabólico y amenazador.

Se oye un sonido que procede de la oscuridad. Es el relinchar de  caballos.

Varios jinetes cabalgan a lomo de demoníacos animales. Vienen prestos para la batalla, dispuestos a ejecutar las órdenes de sus diosas. 

Aquellos monstruos, pues no pueden denominarse de  otra forma  dado el temible aspecto que muestran las negras armaduras que ocultan sus rostros bajo expresiones diabólicas, portan grandes espadas. Se detienen frente a las dos niñas e inclinan su cabeza en señal de sumisión.

De la hoguera donde se ha quemado a la bruja surge un resplandor de color rojizo y emerge una sinuosa silueta que a medida que se acerca va cobrando forma. Allí está la bruja, completamente desnuda, sin la menor herida sobre su piel. Por entre sus grandes pechos, una pequeña serpiente se mueve de manera sensual. El rostro de la bruja no casa con su escultural cuerpo. Está arrugado como una pasa y tiene el color del cartón mojado. Su melena es gris plomizo y sus ojos… sus ojos son dos piedras incandescentes que muestran una ira desmedida. 

La bruja se reúne con sus hijas y observa al perverso ejército que tiene frente a ella mientras los muertos van apareciendo, saliendo de los lugares donde han sido enterrados.

Orgullosa del poder que se le ha conferido, agradecida por tener a sus hijas de nuevo a su lado, la bruja irrumpe en una tenebrosa carcajada mientras una mirada hostil se instala en su severo rostro. Hay mucho que  hacer, demasiado por  destruir…

 



 
 
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